El contrato del dibujante
Aunque técnicamente no se haya acabado, el verano ya se ha acabado. Agosto tiene demasiado poder. Cuando acaba, todo llega a su fin. Todo lo veraniego, se entiende. Las paellas, las aguas con microbios, la operación retorno y el aburrimiento veraniego, que ahora se llama ocio creativo. Antiguamente se solían también acabar las serpientes de verano. Pero no hay. La realidad es tan testaruda que ya no respeta ni el verano. Antes siempre había aterrizado un ovni; ahora, en cambio, sólo llegan pateras. Y además no tienen ni la delicadeza de llegar sin más; por el contrario, no desembarcan más que tragedias. Las de quienes ya no las volverán a padecer porque se han ahogado, y las de quienes no han hecho más que vivir el primer acto de lo que seguramente será ya una vida arruinada porque no cabe ni allá dónde surgió ni en el aquí que soñaba.
Tampoco han faltado los culebrones, pero antes sólo concernían a cuatro famosetes con escozores en la culebra y ahora alcanza a más y por donde más suele doler, la cartera, digo, la gescartera. Desde su retiro menorquín, el Presidente de Menorca, Mallorca y demás islas y penínsulas ha pedido sangría, es decir, sangre, pero de la de depurar responsabilidades. Aunque la cosa acabará en un refresco de vino, gaseosa y fruta picada, porque aquí hay mu-cha bolsa que se desangra pero nunca llega la sangre al río, que no pasa por Valladolid, como el Pisuerga, o Quintanilla de Onésimo, sino por unos despachos ministeriales inmunes a los purgantes. Tanto, que no hay salmonela político-administrativa que los evacúe. Pero no podemos quejarnos, todo iba bien.
Ahí está esa otra cruz del verano hecha de israelíes disparando con bala a los lanzadores de piedra, y misiles a los presuntos o posibles alimentadores del cotarro. Con el refinamiento totalitario que supone castigar no sólo a quien todavía no ha cometido delito alguno -y eso con tanta irreversibilidad como la muerte- sino también matar -todavía es un proyecto- a quien no los cometerán, las familias de los sospechosos. Ahí están las represalias de los hombres bomba, ahí un odio tan grande que no parece que pueda caber en cuerpos tan pequeños como los de los chavales palestinos y judíos.
¿Y qué decir de asuntos menores como la quema de civiles vivos en Angola o nuestro habitual goteo de mujeres asesinadas debido al síndrome conyugal del yugo o la muerte? Están los telediarios como para ponerse a cenar delante un chuletón crudo. Más vale que ha llegado la Liga para interponer una pantalla entre todo eso y la propia salud mental, porque lo peor del verano es que hay que tragarse las desgracias a palo seco, sin un maldito colchón no ya que las amortigüe sino que las duerma.
Por lo demás, nuestras propias víboras particulares han hecho cuanto cabía esperar que hicieran. Sólo que ni ellos ni nadie habría pensado que les fuera a ir tan mal. No sólo porque hayan perdido varios comandos, sino porque parece que únicamente creen ellos los suyos y un tambor. Y todo eso les enrabieta tanto que cunden las quejas, aunque cada cual lo hace según su responsabilidad. Unos protestan porque se detiene a quienes han asesinado pero, en cambio, parecen considerar los crímenes como algo tolerable. Otros dinamitan aeropuertos y los más manipulados queman lo que pueden. O lo intentan. Así pueden presumir de haber tratado de quemar la casa de un dibujante.
Será, desde luego, porque no les gustan sus dibujos. Claro que, para eso, hay una disciplina llamada crítica de arte, pero a lo mejor no se han enterado. Respecto al contrato del dibujante, no contenía cláusula alguna que le obligara a dibujar contra la barbarie, ni que le asegurara que así mejoraría la calidad de su dibujo. Puede que tampoco significara un certificado de virtud cívica ni una suerte de salvoconducto que le indujera a despreciar su propia vida anteponiéndole algo como una causa que se tendría por sagrada y martirológica. Pero una cosa está clara: si el dibujante arroja el lápiz, el cocinero el cucharón, la médico el fonendo y la intelectual la pluma; si todos arrojan lo suyo al montón donde ya estaba el escudo de Arquíloco, la barbarie está servida.
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