CONTRA LA PLAYA
La democracia y el mal llamado Estado de bienestar han tenido consecuencias buenas, pero también alguna mala. La playa, sin ir más lejos, se ha convertido en un lugar indigno, horterada por antonomasia al alcance de cualquier mindundi de clase media o baja. Antaño, la corte solía veranear en la playa, pero hoy los descendientes de las más selectas casas europeas no podrían dar un paso sin tropezar con ordinarios vendedores de bombón helado emanando Eau de Saubaque o con, peor aún, los miembros de su propio servicio. Pero el martirio interclasista no acaba aquí. En una playa como Dios manda, de las de ahora, no puede faltar el chiringuito, propenso a tumultuosas aglomeraciones en las que conviven el cólico sobaquil y la cagalera verbal de los que, a saber por qué, todavía no han leído mi Tratado de las buenas maneras, del que ya he perdido la cuenta de las ediciones que llevamos vendidas. La impudicia con la que algunas mujeres se arremangan el escote y, por extensión, la pechuga es la guinda a tan indigesto pastel. Decía mi prima Pichucha que el bañador es el espejo del alma. Algunas, pues, carecen de ella, ya que se repantingan sobre la arena sin más protección que una pringosa mayonesa solar con la que se barnizan espalda, hombros y, si lo hubiere, pectoral. Otras, en cambio, tienen el alma cándida de creer que se puede ir por el mundo con un bañador sobre el que parece regir el principio de Arquímedes. A saber: todo tanga sumergido en un cuerpo pierde una parte de su peso, o sufre un empuje de abajo arriba igual al del peso del volumen de carne que desaloja. En cuanto a ellos, varones nada dandies, son la viva demostración de que los años de racionamiento de los que tanto han hablado no fueron tan fieros como los pintan. Arrastran sus peludas barrigas con el orgullo del que desconoce el valor de lo estético y se soban esa especie de calzón impresentable al que, en homenaje a unas islas de las que lo desconocen casi todo, bautizan como bermudas. El origen plebeyo de la mayoría contrasta con la belleza del mar que, pobrecito, se ha ido contagiando paulatinamente de la fealdad reinante y presenta un aspecto más que lamentable. Envases de plástico, jeringuillas, cagarrutas, latas, horquillas, preservativos usados, colillas de tabaco de contrabando, tanto detritus confirma que España ha dejado de ser lo que era: diferente.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.