DONDE VIVEN LOS 'TROLLS'
Folgefonna, uno de los mayores glaciares de Europa, se desliza entre las montañas del sur de Noruega. Es el lugar donde las leyendas sitúan la morada de los duendes malos de la mitología escandinava. Un paisaje que inspiró al compositor Edvar Grieg
Dicen que en el cerebro tenemos un mecanismo mediante el cual distinguimos mejor a los individuos de nuestra propia raza. Con los paisajes pasa lo mismo. Al recorrer Noruega, a nuestros ojos, acostumbrados a la visión casi constante de secarrales y amplias mesetas, salpicados aquí y allá por algún árbol raquítico, les cuesta diferenciar un lago de montaña de otro, un fiordo del siguiente o reconocer una nueva y abrupta extensión cubierta de brezos, acebos, helechos y abetos. Apretados como sardinas en misa, sus contornos, en medio de la niebla, se vuelven borrosos, una fotografía movida o el reflejo sobre un cristal empañado por nuestro aliento. Desde que salimos de Bergen, la ciudad más lluviosa de Europa, aún sobrecogidos por la belleza de todo cuanto encontramos, somos incapaces de recordar si hemos pasado ya por ese mismo paraje o si es la primera vez que lo vemos. Como cuando en una calle de Zimbabue, escuchando a los ciegos que cantan envueltos en túnicas blancas, o en el metro de Nueva York, las caras oscuras a nuestro alrededor nos parecen una y la misma, repetida hasta el infinito.
Sin embargo, todo parece cambiar al toparnos con un ejemplar de una raza, no sólo distinta de la nuestra, sino totalmente desconocida, aunque no se trate de un negro espléndido y profundo, brillante como un teléfono antiguo, de baquelita, sino de un tipo blanco, aparentemente inofensivo: un monstruo llamado Folgefonna, el tercer glaciar más grande de Noruega. Un inmenso espécimen de hielo rebosando montaña abajo, duro, amenazador, con ese azul de mágicos poderes debajo de la lengua que parece hechizarnos, exigiendo al menos una caricia que al final se revela imposible, pues la ascensión en el último tramo se complica demasiado, viendo que llevamos una fuerte tormenta a la espalda y que las enormes rocas se vuelven resbaladizas, sin ofrecer otra ayuda que el musgo cada vez más húmedo. La parte más animal y primitiva de nuestro cerebro, como si hubiera visto a un caníbal, nos obliga a retroceder. Y es que en el hielo hay fisuras ocultas que pueden abrirse en cualquier momento alcanzando una anchura de cuatro metros y una profundidad de hasta cuarenta. Para quien no se atreva a acercarse, la vista desde el lago Bondhus, al que se llega desde Sunndal dando un cómodo paseo, es impresionante. También puede tomar el recién estrenado Folgefonntunnelen, un túnel de más de once kilómetros de longitud que atraviesa el glaciar de parte a parte, para verlo desde el otro lado. Y de paso, en Skjeggedal, no lejos de Odda, en la región de Hardanger, gatear hasta una roca espectacular y puntiaguda suspendida a cientos de metros sobre el lago de Ringdal: la Trolltunga o lengua del troll, uno de esos horripilantes espíritus peludos, maléficos, que, según las leyendas escandinavas, habitan en montañas y bosques, y que uno puede comprar en cualquier tienda para llevárselo a casa, desencadenando así las nocivas fuerzas del souvenir.
Tras la tormenta que nos ha caído encima huyendo del glaciar y de las narices de troll que veíamos en el tronco de cada árbol, con las botas, los calcetines y el cuello empapados, corremos a refugiarnos en nuestra cabaña de madera, en Årbakka, una pequeña localidad de Tysnesøy, la isla de los dioses, enclavada en la región de Hordaland, al suroeste de Noruega, donde en otro tiempo hubo importantes centros vikingos. Los hords, una de esas tribus venida del sur, probablemente desde Dinamarca, trajeron hasta aquí su religión. El culto que rendían a la diosa Nerthus requería una isla de aguas misteriosas y sagradas. Cuando el carro de la diosa, que sólo podía ser tocado por el sacerdote, recorría todo Hordaland, las armas habían de ser depuestas. Al final, el carro era llevado hasta un lugar secreto, donde lo limpiaban esclavos que después eran lanzados en sacrificio desde el Flogeberget, una roca de 20 metros de altura, para hundirse en el lago Vevatne, al noreste de Tysnes. Quedan en pie varios menhires, largos y delgados, custodiando los túmulos bajo los que descansan los restos de alguno de esos antiguos navegantes.
Mejillones y bígaros Aún hoy basta con acercarse a las rocas de la orilla y soltar la caña para pescar caballas y abadejos o coger mejillones y bígaros hasta llenar los bolsillos del impermeable. Sin embargo, al cabo de los días, la abundancia de agua -fiordos, lagos, ríos y cascadas, bajo una lluvia incesante- empieza a agobiarnos. Como el puritanismo que se trasparenta en el modo de vida. Casas, coches, barcos, como nos ocurriera a nuestra llegada con el paisaje, al esfumarse en la bruma, parecen todos iguales. Mientras en el mástil, a la entrada, ondea la bandera roja, azul y blanca, las ventanas suelen mostrar la misma decoración, con mínimas variantes: flores, cacharros, lámparas y cortinas se repiten de modo simétrico, recordando la Blumenfenster de los alemanes, cultivada como un jardín o un altar.
Y nos preguntamos si el calvinismo llegó hasta aquí. Alguna tímida sonrisa. Algún saludo discreto. Los niños, aun con pistolas y espadas, juegan sin hacer casi ruido. Los coches circulan en procesión. Nadie adelanta. Pero el paraíso resulta insípido. Y a nuestros amigos les desespera la dificultad a la hora de encontrar alcohol. Ley seca en un país tan húmedo. Por suerte, disponemos de drogas más sofisticadas: los libros de Hamsun, cuyos disparatados personajes, acosados por el hambre, no hacen sino reducir nuestro apetito, con lo que el riego sanguíneo en nuestro cerebro es cada vez más lento. Entretanto, en el ferry de Våge a Halhjem, de vuelta hacia Bergen, para regresar a España, soñamos con una cura: desiertos, ruinas, bereberes... De momento, será mejor que tengamos cuidado con las empinadas escaleras, no vaya a ser que un troll nacionalista nos empuje escalones abajo. Por algo los noruegos no suelen bajarse del coche y hacen la travesía encerrados, como devotos abetos en lata.
Berta Vías Mahou (1961), autora de Leo en la cama (Espasa Calpe, 1999), publicará este año un libro de relatos titulado Ladera norte (El Acantilado).
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