El paquidermo
El fútbol tiene tanta energía porque es cosa de dinero y poder, dinero y poder visibles, en camisa de colores, carísima. Es alto el precio de las camisetas con el nombre de la estrella y no con el nombre del comprador de la camiseta, que sería lo más lógico. El fútbol es un síntoma de un deseo raro pero vulgar: el deseo de ser diferente, otro, más fuerte, hábil, popular, rico y poderoso. El fútbol es una pasión tan contagiosa que nos lleva a mover involuntariamente, en el sofá y frente al televisor, la cabeza o la pierna para rematar contra la portería enemiga en el momento en que nuestro extremo patea el balón hacia nuestro delantero centro, que jamás llega al balón en la pantalla.
El éxito futbolístico suele anunciar prosperidad, así que veo un signo de fortuna que dos equipos de Sevilla y uno de Málaga estén en primera, además de que otros cinco, de Almería a Huelva sin pasar por Granada, jueguen en segunda. El pobre Granada vive o muere lejos de los grandes campeonatos, aunque en los setenta, los años de la definitiva tala de la Vega, fue casi un equipo rutilante, como rutilante fue entonces la construcción feroz basada en la destrucción (un constructor que había sido cancerbero presidía rutilantemente al Granada). Si el momento del fútbol es bueno, parece muy probable que el buen momento sea general: el Polideportivo Ejido proclama hoy en Segunda División la plenitud agrícola almeriense y el triunfo de un modelo de vida.
Pero el fútbol es íntimo, sentimental: yo he visto reír y llorar y emborracharse por cuestiones de fútbol como por un amor. El fútbol es menos una realidad que una alucinación: cuando yo iba al fútbol, cuando yo jugaba al fútbol y aprendía que el fútbol es un asunto de poder (yo sobornaba, y pido perdón por mi pasado, al capitán del equipo del colegio para que me metiera en las alineaciones), me duraba en los ojos cerrados, después de los partidos, la visión de los colores del césped y las camisetas, y me dormía repitiendo los nombres de los jugadores como una oración. Yo he oído recitar en algún bar los nombres de los futbolistas como si fueran una de esas fórmulas místicas que, repetidas muchas veces, sirven para eliminar o mitigar un dolor.
Llevamos el fútbol en el corazón (hablo en plural en el mismo sentido en que en las iglesias uno dice: 'Ruega por nosotros'), a pesar de que el fútbol sea una lejanía de vallas, fosos, policías y perros, fulgor de televisión, un palco donde se sientan Franco y el Rey y los políticos elegidos (no pierde el Rey esa especie de halo, por la gracia de Dios, que parece otorgar legitimidad para existir al pueblo presente en el estadio, mientras los políticos elegidos parecen solicitar desde el palco la legitimidad que emana del pueblo). En ese palco culmina el sueño de tener un equipo de fútbol, como Elton John, como Jesús Gil: la fantasía de comprar y vender hombres que además son millonarios futbolistas.
El fútbol es una virtud, la esperanza, porque el primer día de Liga todo es todavía posible: quizá este año el débil domine al fuerte, el torpe regatee al hábil, el suplente juegue de titular y el paquidermo cabalgue sobre la oruga.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.