PLAYEROS
Me acomete un acceso de ira cada vez que me critican por no tomar el sol. 'Estás muy pálido', me reprenden mis amigas y familiares con inquisitorio retintín, olvidando que cualquier escritor que se precie debe lucir la marca de marchitamiento héctico y gremial para demostrar a los depredadores críticos y a los envidiosos colegas que la posteridad está, como quien dice, en el bote. Pero ésas no son las verdaderas razones por las que, con toda la fuerza de mis ya de por sí irritables vísceras, aborrezco la playa y sus caniculares circunstancias. El mero trámite de ponerme el traje de baño, mortaja acuática donde las haya, y la subsiguiente humillación que supone mostrar pública y voluntariamente la escualidez de mis extremidades inferiores, me produce una urticaria más espiritual que física. Además, para qué nos vamos a engañar: la irritación me sienta bien y me da un aire de enfant terrible que alimenta mi autoestima.
Pero recuperemos, si es posible, el hilo. Decía que mientras la vulgar plebe de contribuyentes se hacina en playas, piscinas, calas y caletas, rebozando su decadente flaccidez en arena probablemente contaminada, mientras se envilecen con ese culto al cuerpo y a la astracanada refrescante y comparten tibios chapoteos, quemaduras de tercer grado, malabarismos de pelota hinchable y la cruenta alimentación de chiringuito tóxico, yo me quedo a la sombra leyendo a los clásicos y perfeccionando mi dominio de adjetivos esdrújulos con prosódico, impávido y católico esmero, preparándome a conciencia para conseguir que me den, con el permiso de EL PAÍS y de su ejército mediático, el Premio Cervantes. O, rodeado de la sobria brisa que emana de un aparato de aire acondicionado fabricado en Japón, viendo las míticas películas de la RKO que, a cambio de la promesa de ayudarle en un guión, me regaló José Luis Garci, obras maestras en blanco y negro, que son los colores que hacen perdurable la eterna vida del arte, lejos de este despropósito cromático de biquinis y mujeres barbudas, flotadores para sucedáneos de naufragio y una banda sonora bullanguera, de mercado antropofágico en el que se entremezclan gritos de niños atacados por ultracuerpos, ladridos de perro en celo y una insoportable retahíla de onomatopeyas de dolor y placer, de tedio e inconsciencia pudriendo las estancadas esquinas del aire veraniego.
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