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Reportaje:CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Una ceremonia devastadora de sexo y drogas toma la escena de Salzburgo a ritmo de vals

El montaje de El murciélago de Johann Strauss que Hans Neuenfels ha realizado por encargo de Mortier, en su última temporada al frente del festival, constituye una radical crítica al conservadurismo austriaco

La vida gira a ritmo de vals, mientras el imperio austro-húngaro se desmorona, las crisis bursátiles se acentúan, las guerras continúan sin tregua hasta nuestros días. Hans Neuenfels ha realizado a partir de la reina de las operetas, El murciélago (1874), de Johann Strauss, una parábola sobre los abusos del poder, sobre el absurdo de la explotación permanente del hombre por el hombre. ¿Una pesadilla? Desde luego. Pero, ¿no es también una pesadilla la historia de la humanidad en el último siglo y medio? La puesta en escena de Neuenfels es salvaje y lúcida. Sexo en todas sus variantes, orgías de droga y una violencia más sugerida que explícita sirven de marco a una versión amarga y pesimista, con ecos que van desde el marqués de Sade hasta Luis Buñuel, y con una delimitación perversa y constante entre los poderosos y los oprimidos, unos oprimidos capaces de seguir al último dictador de turno por una raya de coca, pongamos por caso.

Produce desazón y malestar esta visión tan desoladora, con una escenografía de cristales rotos, luces de neón, coches de caballos destrozados y un palco que acaba ardiendo -en una clara alusión a la muerte del mundo en tecnicolor-, un palco desde el que antes había cantado Rodelinda con antifaz blanco reviviendo a Eva Perón.

El espectáculo dura algo más de tres horas (sobran 20 minutos) y tiene un ritmo desigual. Hay insertados diálogos con referencias políticas posteriores al momento en que se compuso la obra (sobre Viena, los antifascistas, los católicos..., siempre con sarcasmo), sonidos tecnológicos, algún ritmo duro, Liszt y valses, muchos valses, resueltos en escena sin ningún tipo de melancolía.

La estética del absurdo, del disparate, está en el enfoque global y en los detalles. Un amante, Alfred, vestido de torero en blanco y negro, con su corte celestial de curas y monjas con alusiones sadomasoquistas; un príncipe Orlofsky alucinado por la droga, encarnado por el cantante-percusionista neoyorquino David Moss, fundador del Institute for Living Voice y familiar en proyectos que van desde Franz Zappa a Uri Caine; un Frosch provocador de la mano de la excelente actriz vienesa Elisabeth Trissemaar, compañera sentimental del director de escena; una Adela encantadora (vocalmente; teatralmente lo que se conoce por encanto está fuera de sitio) de Malir Hartelius; una Rosalinda solvente (también vocalmente) de Elzbieta Szmytka y, en fin, Olaf Bär, Dale Duesing, Christoph Homberger y el excelente coro Arnold Schönberg de Viena: todos ellos ponen en pie una ceremonia devastadora y crítica, un vals macabro y nada ingenuo, mucho más próximo a la máxima de 'sexo, drogas y rock and roll' que a la elegancia de los salones vieneses.

Se comprende por qué Gérard Mortier dio un golpe de timón a la programación de su último año en Salzburgo y dejó fuera a Lachenmann o Britten en beneficio de espectáculos demoledores de Mozart, Johann Strauss y (presumiblemente) Richard Strauss. Es una respuesta política desde el terreno artístico a una sociedad conservadora y autocomplaciente, realimentada por la ascensión de la extrema derecha en algunas zonas de Austria. La calidad teatral que sostiene estos espectáculos es sólida, por mucho que pueda irritar. Salzburgo ha perdido la inocencia.

¿Y el público? ¿Cómo reaccionó el público de la prèmiere, el más elegante y poderoso del mundo, a esta llamémosle provocación? Pues hubo de todo. Gritos, insultos a Mortier ('deberías ir a la cárcel'), abucheos, el desmayo de una señora, abandonos de la sala (especialmente molesta Eliett von Karajan) y... bravos y ovaciones entusiastas. Al final, los partidarios del montaje se fueron imponiendo con cierta holgura y únicamente la comparecencia en escena de Neuenfels y sus colaboradores dio nuevas fuerzas a los detractores. La división de opiniones, tan taurina, encuentra en estos momentos en el distinguido foro operístico de la ciudad de Mozart una de sus formulaciones más radicales e intensas. Les aseguro que soy el primer sorprendido. En algún momento pensé que se podía parar la representación (de hecho, se llamó a la policía, que hacía guardia en la sala Karl Böhm) y, sin embargo, se puede hablar de éxito. Mortier, evidentemente, ha creado escuela entre un apreciable sector del público. Le deja al prudente Rucziska, su sucesor, una patata caliente.

Las protestas llegaron en esta ocasión hasta el director musical Marc Minkowski (que curiosamente había levantado hasta algún bravo en la obertura), seguramente por prestarse al juego de las intromisiones musicales. Entonces se volvieron a intensificar los bravos. Y Minkowski saludó rodilla en tierra.

El murciélago va a marcar seguramente un antes y un después en el Festival de Salzburgo. En la estética de la crítica al poder pocas veces se ha ido tan lejos. Y todo ello, a ritmo de vals.La vida gira a ritmo de vals, mientras el imperio austro-húngaro se desmorona, las crisis bursátiles se acentúan, las guerras continúan sin tregua hasta nuestros días. Hans Neuenfels ha realizado a partir de la reina de las operetas, El murciélago (1874), de Johann Strauss, una parábola sobre los abusos del poder, sobre el absurdo de la explotación permanente del hombre por el hombre. ¿Una pesadilla? Desde luego. Pero, ¿no es también una pesadilla la historia de la humanidad en el último siglo y medio? La puesta en escena de Neuenfels es salvaje y lúcida. Sexo en todas sus variantes, orgías de droga y una violencia más sugerida que explícita sirven de marco a una versión amarga y pesimista, con ecos que van desde el marqués de Sade hasta Luis Buñuel, y con una delimitación perversa y constante entre los poderosos y los oprimidos, unos oprimidos capaces de seguir al último dictador de turno por una raya de coca, pongamos por caso.

Produce desazón y malestar esta visión tan desoladora, con una escenografía de cristales rotos, luces de neón, coches de caballos destrozados y un palco que acaba ardiendo -en una clara alusión a la muerte del mundo en tecnicolor-, un palco desde el que antes había cantado Rodelinda con antifaz blanco reviviendo a Eva Perón.

El espectáculo dura algo más de tres horas (sobran 20 minutos) y tiene un ritmo desigual. Hay insertados diálogos con referencias políticas posteriores al momento en que se compuso la obra (sobre Viena, los antifascistas, los católicos..., siempre con sarcasmo), sonidos tecnológicos, algún ritmo duro, Liszt y valses, muchos valses, resueltos en escena sin ningún tipo de melancolía.

La estética del absurdo, del disparate, está en el enfoque global y en los detalles. Un amante, Alfred, vestido de torero en blanco y negro, con su corte celestial de curas y monjas con alusiones sadomasoquistas; un príncipe Orlofsky alucinado por la droga, encarnado por el cantante-percusionista neoyorquino David Moss, fundador del Institute for Living Voice y familiar en proyectos que van desde Franz Zappa a Uri Caine; un Frosch provocador de la mano de la excelente actriz vienesa Elisabeth Trissemaar, compañera sentimental del director de escena; una Adela encantadora (vocalmente; teatralmente lo que se conoce por encanto está fuera de sitio) de Malir Hartelius; una Rosalinda solvente (también vocalmente) de Elzbieta Szmytka y, en fin, Olaf Bär, Dale Duesing, Christoph Homberger y el excelente coro Arnold Schönberg de Viena: todos ellos ponen en pie una ceremonia devastadora y crítica, un vals macabro y nada ingenuo, mucho más próximo a la máxima de 'sexo, drogas y rock and roll' que a la elegancia de los salones vieneses.

Se comprende por qué Gérard Mortier dio un golpe de timón a la programación de su último año en Salzburgo y dejó fuera a Lachenmann o Britten en beneficio de espectáculos demoledores de Mozart, Johann Strauss y (presumiblemente) Richard Strauss. Es una respuesta política desde el terreno artístico a una sociedad conservadora y autocomplaciente, realimentada por la ascensión de la extrema derecha en algunas zonas de Austria. La calidad teatral que sostiene estos espectáculos es sólida, por mucho que pueda irritar. Salzburgo ha perdido la inocencia.

¿Y el público? ¿Cómo reaccionó el público de la prèmiere, el más elegante y poderoso del mundo, a esta llamémosle provocación? Pues hubo de todo. Gritos, insultos a Mortier ('deberías ir a la cárcel'), abucheos, el desmayo de una señora, abandonos de la sala (especialmente molesta Eliett von Karajan) y... bravos y ovaciones entusiastas. Al final, los partidarios del montaje se fueron imponiendo con cierta holgura y únicamente la comparecencia en escena de Neuenfels y sus colaboradores dio nuevas fuerzas a los detractores. La división de opiniones, tan taurina, encuentra en estos momentos en el distinguido foro operístico de la ciudad de Mozart una de sus formulaciones más radicales e intensas. Les aseguro que soy el primer sorprendido. En algún momento pensé que se podía parar la representación (de hecho, se llamó a la policía, que hacía guardia en la sala Karl Böhm) y, sin embargo, se puede hablar de éxito. Mortier, evidentemente, ha creado escuela entre un apreciable sector del público. Le deja al prudente Rucziska, su sucesor, una patata caliente.

Las protestas llegaron en esta ocasión hasta el director musical Marc Minkowski (que curiosamente había levantado hasta algún bravo en la obertura), seguramente por prestarse al juego de las intromisiones musicales. Entonces se volvieron a intensificar los bravos. Y Minkowski saludó rodilla en tierra.

El murciélago va a marcar seguramente un antes y un después en el Festival de Salzburgo. En la estética de la crítica al poder pocas veces se ha ido tan lejos. Y todo ello, a ritmo de vals.

Imagen de la versión de Hans Neuenfels de la opereta El murciélago, de Johann Strauss, representada en el Festival de Salzburgo.
Imagen de la versión de Hans Neuenfels de la opereta El murciélago, de Johann Strauss, representada en el Festival de Salzburgo.MARA EGGERT

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