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Columna
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Romántico

'Las pasiones y las penas han llenado más cementerios que los médicos...', escribió Larra. Hoy no podría decirse tal cosa no sólo por los avances de la medicina, sino porque ya nadie se muere de pena, como fue el caso del mismo Fígaro, que se suicidó por un amor frustrado.

El Museo Romántico de Madrid, creación de un mecenas menos recordado de lo que merece, el marqués de Vega Inclán, ofrece durante el verano una preciosa exposición sobre el Amor y la Muerte en el Romanticismo. La comisaria, Begoña Torres, nos propone una visión muy completa de este periodo que es más, mucho más que literatura o creación artística.

El Amor y la Muerte son dos caras de la misma moneda, 'dos hermanas poseídas por el mismo enigma', escribió Víctor Hugo. El amor convencional, la muerte convencional exigen una complicada etiqueta. Pero el Romanticismo, especie de 'revolución permanente', propicia el 'amor desesperado' y la muerte heroica del rebelde.

Espronceda se inspira en el cadáver de su amada para componer su Canto a Teresa; Zorrilla se hace famoso porque lee unos apasionados versos en el entierro de Larra, y Bécquer encarna en su vida el personaje bohemio, pobre, enfermo y desgraciado en amores de los dramas de la época.

Se muestran, en efecto, cuadros de Madrazo, Alenza, Valeriano Bécquer, Pérez Villaamil o Eugenio Lucas. Pero no son menos aleccionadores los objetos de uso cotidiano como tarjeteros, polveras, 'álbumes de señoritas', misales (está el del general Narváez) o la pistola con la que se dio muerte Larra.

Bécquer expresa esa misteriosa identidad del Amor y la Muerte en un poema sobre una estatua yacente de mujer que ve en un templo. Dice después de describirla: 'Cansado del combate en que luchando vivo, / alguna vez me acuerdo con envidia / de aquel rincón oscuro y escondido. / De aquella muda, pálida / mujer me acuerdo y digo, / ¡Oh, qué amor tan callado el de la muerte! / ¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!'.

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