Si no fuera por los palmeros...
El auge de las corridas de toros se produciría (dicta la lógica) si se llenaran las plazas de aficionados. Pero resulta que no. El auge y el éxito son plenos si -por el contrario- no acude ninguno y de lo que se llenan las plazas es de un público absolutamente desconocedor de la fiesta. Porque el público absolutamente desconocedor es esencialmente, vocacionalmente, eminentemente palmero, conviene precisar; y pues todo lo aplaude, la corrida transcurre triunfal, suceda lo que suceda. Y si no sucede nada, como en esta función soporífera de la Semana Grande donostiarra, mejor.
Los aficionados son siempre un incordio y un peligro. Los aficionados tienen la funesta manía de pensar y, ya metidos en esa arriesgada función, de analizar lo que ven. Y si sale chungo el toro, lo protestan con vehemencia; denuncian a voz en cuello las tropelías carniceras de los picadores; les dicen 'a otro can con ese hueso' a los banderilleros que sustancian las reuniones banderilleras a toro pasado y prenden el par trasero y caído, no es sólo medio par; gritan pico si el matador mete pico; si no liga los pases se lo reprochan;que concluya una tanda no le parece motivo suficiente para ponerse a palmotear frenéticos como si se hubiesen vuelto lilas de repente... Y para que sientan la necesidad de pedir una oreja, el toro lidiado debió de sacar trapío y estar íntegro; la faena muletera hubo de ser mandona y ceñida; la estocada ejecutada a volapié neto y penetrante hasta el puño por el hoyo de las agujas...
Torreón / Caballero, Mora, Castaño
Toros de El Torreón, discretos de presencia, varios sospechosos de pitones, inválidos y borregos. Manuel Caballero: estocada caída (ovación y salida al tercio); pinchazo, estocada perdiendo la muleta -aviso- y tres descabellos (silencio). Eugenio de Mora: estocada ladeada y rueda de peones (petición y vuelta); estocada trasera y rueda de peones (oreja). Javier Castaño: estocada y rueda de peones (silencio); pinchazo y estocada ladeada cayéndose al suelo (aplausos). Plaza de Illumbe, 17 de agosto. 6ª corrida de feria. Lleno.
O sea, todo lo contrario de lo que acaeció en la corrida de la Semana Grande donostiarra; el reverso de la triunfalista disposición del público desconocedor de la fiesta que llenó hasta la cúpula el flamante coso de Illumbe.
El público que llenó el flamante coso de Illumbe aplaudía cuanto se moviera. El público palmero de Illumbe aplaudía cada acción, y cada movimiento bien o mal hecho, daba igual.Aplaudía capoteos, que pretendían ser verónicas, fregoteados por los diestros en tanto corrían sin ningún rebozo de un lado a otro del redondel; aplaudía a los picadores cuando cometían la felonía de la carioca o cuando levantaban la vara para no rematar al toro vencido por su penosa invalidez; aplaudía los banderillazos, y aplaudía los muletazos pese a que el toro rendía casi la vida en cada embestida y los tomaba trastabillante o rodando por la arena.
Ni una protesta hubo por la invalidez de los toros (¡ni una!) mientras todo pechugazo, toda gurripina, toda trapacina tuvieron su olé. Toreaba Manuel Caballero empleando una mediocridad espantosa no exenta de bravucones desplantes y olé; toreaba Eugenio de Mora, muy abierto el compás, muy alargando los viajes aunque escondiendo atrás la pierna contraria, y olé; toreaba Javier Castaño ofreciendo una de las más montaraces versiones del derechazo y olé; caían las estocadas ladeadas si no era vulnerando los bajos y olé.
Olé, olé y olé.
Illumbe es la plaza del olé.
Ahora bien, no se crea -por eso- que es única en el mundo, porque todas las plazas del mundo han adquirido casi sin excepción la categoría de palmeras.
Y así está el negocio. Los aficionados (y algunos eruditos en la materia) venían advirtiendo a las empresas, a los ganaderos y a los toreros que con esa fiesta fraudulenta que han impuesto, ese toro inútil no se sabe si enfermo o drogado y ese toreo insustancial y pegapasista, estaban echando a los aficionados de las plazas y abocando la fiesta a su total desprestigio y a su desaparición. Pero ¡qué va!...
No tenían razón los aficionados y los eruditos: los aficionados eran precisamente el estorbo. Y se está comprobando que una vez expulsados y sustituidos por el buen público ignorante y palmero, las corridas son una apoteosis permanente. Son gloria bendita, desde el paseíllo (el público donostiarra no pierde el tiempo y, para empezar, ovaciona a los alguacilillos), hasta que rueda el último toro y hay ocasión de sacar a los toreros y el mayoral a hombros por la puerta grande o, al menos, despedirlos con una ovación de gala.
La fórmula es perfecta, aunque no suficientemente estudiada. Luego algo falla. Pues con el público toda la tarde aplaudiendo y vitoreando cuanto ocurra en el redondel, que al final la corrida se salde con una sola oreja y gracias, no es normal, francamente. Pero, en fin, todo se andará.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.