Amor (3)
Tenía en la pared de la habitación un póster de Bob Marley y la abuela, que sólo veía lo que quería, y así estaba como una rosa, le dijo: 'Muy bien, nena, ¡un Sagrado Corazón!'. Es verdad que se parecían. Marley, Cristo y el muchacho del puente. Lo veía pasar desde la playa fluvial, con su pelo de rasta y el andar desgarbado, pero rítmico, como si caminara sobre una cuerda floja o el horizonte. Un día se cruzaron y él le sonrió. Ella amplió la sonrisa hasta que ocupó su mente. Se enamoró de aquella sonrisa. Pero nunca más vio al muchacho del puente. En aquel pueblo, la gente humilde nacía con una maleta debajo del brazo.
Cuando de verdad se casó, ya no tenía el póster de Marley ni de ningún otro. Sólo una pequeña reproducción de Pájaros de la noche, de Hopper. La abuela, sí. Conservaba su Corazón de Jesús, cada vez más desvaído. Era un cuadro que la deprimía. La exposición de la víscera rosácea, con sus llagas y la corona de espinas, le parecía un icono de crueldad en la habitación de una enferma. La pintura de una cultura caníbal, que idolatraba a su víctima. La abuela mentía. Decía que sólo veía un resplandor.
Ella se casaba con una sonrisa que pertenecía a la vida. La víspera de la boda había llevado a su novio al puente y consiguieron balancearlo con el embate de sus cuerpos entrelazados. El otro enlace, el oficial, fue una ceremonia a lo grande, a la que se dejaron llevar sin resistencia, conscientes de que se unían dos apellidos, dos herencias, dos dinastías. Era día de Corpus y, al salir de la iglesia, caminaron como reyes sobre una alfombra de flores. Al principio, entre flashes y saludos, no se fijó en las estampas vegetales que pisaba despreocupada, y que docenas de manos habían compuesto en la noche.
Hasta que empezó a ver la alfombra como un cuadro que la incluía. El Espíritu Santo, una paloma de pétalos de dalia blanca. La Biblia con los lomos de cascas de pinos y el perfil de las hojas de fideos. Un Dios Padre con el cabello plateado de serrín de aluminio y el manto azul de hortensia. En la mano, un rayo negro, de café, con resplandor de mimosas. Y, cuidando de no pisar el Sagrado Corazón, pétalos de rosa con corona de zarzas, al final de la alfombra, alzó la vista, buscando con angustia la sonrisa. Hacía años que el puente no existía.
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