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VIAJES

UNA NOCHE EN HELSINKI

Vodka helado. El autor viaja en busca de los edificios de Alvar Aalto y se adentra en la vida nocturna de una ciudad con visos de película de los hermanos Kaurismäki

Llegué a Helsinki desde el norte de Noruega con una deslavazada idea de la ciudad y una maleta en la que guardaba más ropa sucia que limpia. Por servidumbres del trabajo para el que me habían invitado, llevaba cuatro días permanentemente rodeado de gente a la que no volvería a ver y mi único deseo era caminar por las calles de la ciudad desconocida con ese estado de ánimo que piden los territorios nuevos y que es del todo imposible hallar si se está acompañado. Una fantasía inútil, ya que en la terminal del aeropuerto el grupo internacional del que formaba parte no se disolvió, sino que se dividió por nacionalidades. En el mío quedamos cuatro más nuestro anfitrión y una guía con un castellano metálico como sus gafas. Lo siguiente lo recuerdo con los altibajos del malhumor que creció en mí conforme comprobaba que el microbús en el que nos introdujeron para hacer el obligado tour no tenía prevista ninguna parada. Pasamos por plazas y bulevares, nos enseñaron la Casa Finlandia de Alvar Aalto, el parque Sibelius, la iglesia Temppeliaukio; lamenté la ausencia de nieve en las anchas calles trazadas para contenerla y tuve un secreto instante de sorpresa al reparar en la peculiar escala de los edificios. No hicimos un alto hasta dos horas después, alrededor de las seis de la tarde, en el hotel de lujo en el que dormiríamos. En el vestíbulo nos esperaba el director y, antes de subir a las habitaciones con tiempo apenas de darnos una ducha, tuvimos que recorrer a su lado las suntuosas instalaciones aparentando admirativa costumbre.

La noche se presentó mejor gracias a los cócteles de vodka que nos brindaron en las diferentes etapas del camino. El primero, con regaliz, en el Atelier Bar, en lo más alto de la torre Torni, ante una vista espléndida de la ciudad; el segundo, una combinación espumosa y agria mezclada con envidiable tino, en un restaurante de carta prohibitiva, entre la plaza del Senado y el Muelle Sur, mientras el relaciones públicas del lugar -adornado con una perilla que subrayaba su impostada elegancia- departía, sentado a nuestra mesa, sobre su currículo; y el tercero, en el reservado de un inmenso local con coctelería, restaurante, pub y discoteca, al que nos llevó el mismo barbado individuo amparándose en la excusa de que pertenecía a la familia para la que trabajaba. Cuando salimos eran más de las 12 y había decidido ya que no me retiraría junto a mis colegas. Los escoltaría hasta el hotel y subiría a mi habitación, pero sólo con el clandestino afán de salir cuando la recepción estuviese despejada y contase con garantías de que mi escapada sería solitaria. Por los efectos del alcohol, era difícil que lograse el estado de alerta que tanto ansiaba, aunque lo compensaba con una buena dosis de euforia.

Al cabo de media hora había cumplido mi objetivo y caminaba al albur de las intermitentes oleadas de gente que ese sábado poblaba las calles. Quería tener pensamientos elevados, pero mi cabeza era un apelotonamiento donde tan pronto irrumpían los hermanos Kaurismäki; el episodio de los borrachos cruzando Helsinki nevado en la película de Jim Jarmush; Alvar Aalto, cuyo estudio me proponía visitar antes de dejar el país al día siguiente; o Juan Benet, de quien hacía poco había releído la parte de Otoño en Madrid hacia 1950 donde refiere un viaje a Finlandia. También mi enfado, algo apagado ya por el creciente entusiasmo, y mi querencia por experiencias genuinas.

Con espíritu altisonante, entré primero en un pub irlandés donde consumí una cerveza entre una multitud de veinteañeros tan apretada que no dejaba un resquicio a través del que mirar, y, más tarde, decidí volver al local en el que había estado antes de mi simulado regreso al hotel porque tenía la ventaja de que en mi anterior visita me habían estampado un sello invisible que me libraba de pagar. Tras meter la mano en una urna de luz, eludí en esta ocasión el reservado y fui a la discoteca del piso superior. Tomé dos cervezas cerca de la pista, observando y siendo a mi vez observado, y bajé al guardarropa para irme. Las escaleras, antes inundadas de gente, estaban ahora vacías y había una larga cola frente al mostrador donde una chica con melena azul fosforito se afanaba en devolver una cantidad descomunal de bolsos y abrigos con la mayor rapidez. No me fijé en el hombre que estaba delante en la fila hasta que, ya recogida mi prenda, éste, que se había detenido para ponerse la suya, se dirigió a mí de improviso. Me habló directamente en inglés, cosa que me desilusionó. Un poco por eso y un poco por lo inesperado de la interpelación, le contesté que no entendía. Mientras repetía su nombre y me preguntaba por mi procedencia, vi que vestía traje negro de pantalones estrechos y que calzaba zapatos anchos del mismo color. Del bolsillo del abrigo también negro le asomaba un grueso cilindro de tela. Nos habíamos ido acercando a la salida, pero aún hablamos unos minutos sin traspasar el umbral. Me dijo que quedaban muchos sitios abiertos y, como si quisiera con ello ganarse mi confianza, añadió que era cocinero y poeta. Entonces echó mano del cilindro alojado en su bolsillo y desenrollándolo me mostró su contenido: dos hileras paralelas de finísimos cuchillos de cocina. Todavía no había brillado en la penumbra el último de ellos, cuando abrí de un empujón la puerta de cristal y me lancé sobre un oportuno taxi. Nada ocupaba mi cabeza salvo pasiva inercia y el deseo de pensar en algo. Tal vez por eso, en lugar de decirle al conductor que me llevara al hotel, pronuncié sin dudar las palabras Leningrad Cowboys, nombre de una banda de rock finés, de una película de Aki Kaurismäki y de un bar de Helsinki. Ni se me ocurrió considerar la eventualidad de que el cocinero poeta llevase el mismo rumbo. Pude encontrarlo de nuevo, pero no fue así.

Por la mañana desperté con remordimiento por la resaca y alegre porque mis compañeros de viaje volaban en ese instante a Tallin para una corta visita que yo había rehusado a cambio de permanecer unas horas en Helsinki. Era domingo y los edificios que intenté visitar estaban cerrados. Mientras los ecos de la noche pasada retornaban con lentitud, bajé por Pojohiesplanadi en dirección al puerto, seguí la línea de la costa por Etelaranta, crucé el barrio de las embajadas y con el último dinero que llevaba en el bolsillo tomé un sándwich cerca de los astilleros. A las dos volví al hotel. Encendí la televisión y comencé a hacer el equipaje sin atender a la pantalla ni por supuesto comprender lo que en ella decían. En un momento sonó el teléfono y, al sentarme en la cama para contestar, lo vi. Llevaba un delantal rojo y hablaba a la cámara sosteniendo una manzana y un cuchillo, acaso uno de los que habían relumbrado en el duermevela de mi única noche en Helsinki.

Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) es autor de París (Anagrama), con la que obtuvo el Premio Herralde.

Un paseante delante de la estación Central de Helsinki, joya arquitectónica de Eliel Saarinen.
Un paseante delante de la estación Central de Helsinki, joya arquitectónica de Eliel Saarinen.GORKA LEJARCEGI

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