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CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Un espectáculo redondo cierra el Festival flamenco de La Unión

La bailaora María Pagés ofreció un genial taranto lleno de intensidad

Broche de oro para las galas del Festival de La Unión. Ya sé que suena cursi, pero literalmente fue así. El último programa de los espectáculos estuvo redondo, con cante de primera magnitud y baile de rango excepcional.

La cantaora Mayte Martín ganó la Lámpara Minera aquí en 1987, y desde entonces ha seguido una carrera en constante superación. La minera que le diera aquel triunfo hubo de cantarla de nuevo ahora, a petición del público y en una de las varias 'propinas' que la obligaron a conceder. La hizo magistralmente, como casi todo lo que cantó. Su cabal de El Pena es una rareza digna de un monumento, su petenera, una belleza imponderable. Y aun diría que Mayte no cantó al cien por cien de sus posibilidades, debido a los problemas que hubo con la energía eléctrica y que retrasaron el comienzo más de una hora, con lo que salió un tanto tensa.

María Pagés es una de las figuras más interesantes del baile actual. En la interpretación y en la coreografía, materia ésta tan parca en resultados aceptables. En Flamenco republic, María Pagés ha creado una obra cuajada de aciertos, con la imprescindible colaboración de Manuel Soler. El tema final es un verdadero estudio sobre la percusión, lleno de originalidad y humor. Las alegrías, la farruca de los bailaores, la siguiriya, fueron otros tantos aciertos, quizá empalidecidos por el genial taranto de Pagés, lleno de sentido, intensidad y plenitud.

El lunes cantaron Laura Vital y José Mercé. Ella es cantaora de corte académico. Se defiende mejor en los estilos de amplio arco melódico, como malagueñas y granaínas. Pero flojea en los temas de compás, como quedó patente en las bulerías finales.

Y Mercé es Mercé. Suena a Perogrullo, pero escrito está. Quiero decir que cuando se pone en plan discotequero, con la música moderna y pegadiza que se sabe todo el país a fuerza de escucharla por la radio, la gente cae en una especie de trance peripatético y ya no deja de saltar y de gritar, mientras el cantaor pide con gestos que le hagan palmas y que le acompañen en el canto.

Y le acompañan, vaya si le acompañan. No sólo las quinceañeras de entusiasmos fáciles, sino también señoras respetables metidas en años y en carnes, que se movían con unos ardores que nos dejaban sin aliento sólo contemplándolas. Vamos, que José Mercé puso a bailar al público de La Unión, no dado habitualmente a tales excesos, y convirtió a la llamada 'catedral del cante' en una discoteca.

Al final, Mercé, que estaba muy animado, dio sus pataítas por bulerías y regaló dos o tres temas más, yéndose en medio de una fenomenal apoteosis. Lo dicho, Mercé es Mercé.

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