Un balcón abierto al mar
Es difícil desligar del recuerdo los paisajes que nos han acompañado a través de nuestra vida. Aunque mis primeros pasos se hundieron en las arenas del Mediterráneo, los dos mares enlazados de la bahía gaditana me han atado con fuerza y en ellos vivirán para siempre los recuerdos más intensos de mi memoria.
La playa de Valdelagrana me trae no sólo el rumor de sus aguas, sino también el aroma, casi el tacto, del verdor de unos pinares susurrados, hoy ya casi desvanecidos, que desde sus altas copas eran vigías del mar. Los minúsculos cristales de colores de las orillas evocan el pasado mitológico de su espléndido litoral ovalado, a los condes de Valdelagrana que le dieron su nombre, o a un rey como Felipe V cuando cazaba por este, también llamado, Coto de la Isleta o de los Conejos. Ninguna de estas huellas podrá borrarlas nunca el enfurecido levante.
Sin embargo, Valdelagrana es, ante todo, el murmullo de la vida cotidiana puesta en pie: el eco de risas distantes nacidas en la espuma, el alborozo infantil en la tarde, acallado por el ensordecedor aleteo de pájaros que anidaban entre los árboles próximos, las líricas imágenes de vagonetas repletas de 'nieve salada' cruzando hacia el muelle comercial.
Al amanecer, el estallido de claridad arrollaba la blancura del entorno. Y al anochecer, por el balcón abierto al mar, la playa acercaba al sueño la fascinación de su mítica antigüedad detenida. A ese balcón acudieron eclipses del sol y lluvias de estrellas que tantas noches nos mantuvieron insomnes. Quizás las puestas de sol sean el recuerdo más hirientemente hermoso, cuando el grana de su nombre se encendía para concentrarme en una mágica esfera de fuego hasta desaparecer en el mar y fundir en él su calor. Pero, sobre todo, esta playa de Valdelagrana me trae, en el sigilo nocturno, versos que cantan secretas profundidades en la dulzura de un mar que se asomaba al abierto balcón. Versos, iniciados en la penumbra húmeda, que fueron escritos sobre la intensidad de la piel con la indescifrable letra de la intimidad última, imposible de desvelar por nadie. Estrenados para morir en su página de arena, con la urgente belleza, la temporal inmediatez del alba y aquel fugaz instante de eternidad que encendía las palabras como valiente desafío al tiempo.
Y este mar de Valdelagrana guarda también ondulados trazos de una mano que dibujó en su transparencia paisajes, siempre despiertos en mis ojos, que hoy bogan para siempre en el salado azul y que, cada mañana estival, se enredan en la cintura de las muchachas.
María Asunción Mateo nació en Salamanca y es presidenta de la Fundación Rafael Alberti.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.