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Columna
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Solidaridad

Muchas veces, viendo la televisión, siento el arrebato de apadrinar a dos o tres niños del Tercer Mundo, pero luego, según se suceden los anuncios, se me va olvidando. Además, nunca tengo a mano un bolígrafo con que tomar nota del teléfono. En fin, otra vez será. Entonces me pongo a fantasear con la idea de ser un SAMUR con temple suficiente para decir eso de 'constantes no compatibles con la vida', mientras me despojo de los guantes de látex. O bien, que luzco el uniforme de Protección Civil. O que lo abandono todo para irme con una ONG a algún punto miserable del planeta. Pero quizá, el momento estelar se produzca al comienzo del verano, cuando un montón de familias españolas espera anhelante la llegada de un autobús con niños de los países del Este para acogerlos en sus hogares durante las vacaciones.

Imagen ante la que me pregunto por qué no puedo yo, si me lo propongo, necesitar dar algo de lo mío y responsabilizarme de un ser humano cualquiera. La verdad, debe de ser muy bonito. Así que le comunico a mi hija mis intenciones de invitar a un niño de Chernóbil y que vaya haciéndose a la idea de despejar medio armario de cara al verano que viene. A lo que me contesta que por qué ha de compartir ella su habitación, que por qué no yo la mía. Le recuerdo que ya la comparto con su padre. 'También papá la comparte contigo. No creas que llevas esa carga tú sola.'

'¿Qué quieres decir?', le pregunto con un nudo en la garganta, lo que me confirma que sólo me impresiona lo mío y que soy insensible hacia el mundo exterior. Sin ir más lejos, el otro día una señora se desmayó en las rebajas y, mientras la gente la atendía, aproveché para tirar con suavidad de la punta de una blusa de seda, que apretaba en el puño, hasta que logré hacerme con ella. Y cuando alguien, que no es de la familia, se muere, sobre todo si es un escritor, intento compungirme tanto como los demás, ponerme a la altura de su pena, y entonces pienso en lo que lo mimaron los críticos en vida y en la cantidad de páginas que le dedicaron los suplementos culturales y, de rabia, se me contraen los músculos faciales hasta conseguir una auténtica mueca de dolor. La misma que he observado en rostros reputados de muy sensibles por exhibirla permanentemente.

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