El servicio
Juan Paredes, primer maître d'hotel en los salones del Valencia Palace, es claro en sus conclusiones. 'Pese a ser nuestra Comunidad receptora de miles de turistas, la calidad del servicio en los restaurantes dista mucho de ser el adecuado'. Y no lo dice por sus chicos, que están forjados en la disciplina cuasi germánica que imparte quien aprendió en los más afamados salones suizos, sino por el resto del mundo conocido.
Muy a su pesar -hombre como es de talante pacífico y poco dado a las agresiones, siquiera verbales- debe reconocer que no se ha avanzado casi nada en lo tocante al modo de comportarse frente al cliente. La educación general ha crecido pareja a la del resto de la sociedad, es posible encontrar un amplio elenco de personas capaces de chapurrear los idiomas de nuestros visitantes y hacerse entender; pero de ahí a encontrar de forma habitual un servicio que se pueda calificar de competente, media un abismo. Y no está pensando en profesionales específicos, aquellos capaces de destripar una lubina a la sal sin dejar rastro de la capa que la cubrió en el horno, o de que la última espina brille por su ausencia, sino en hechos más triviales. La forma de vestir, los aderezos corporales o ajenos al mismo: pendientes, tatuajes, anillos y relojes, zapatos de gruesa suela o todo aquello que contradiga la presencia uniforme que debería exigirse a quienes, en función del oficio, prestan un servicio que debe pasar desapercibido por la propia calidad; debe buscarse la monotonía de los comportamientos y el aspecto para que el cliente preste atención a lo comido y lo bebido y no repare, por su discreción, en los aspectos ajenos a la función principal.
El servicio de aluvión, aquel que compagina la profesión de camarero con otras en función de la temporada o de la remuneración inmediata, no casa con la obra bien hecha; no se puede servir a dos señores a la vez, y si uno de ellos es el cliente de restaurante, se aprecia la contradicción de inmediato.
No deja de ser materia de estudio el porqué de estas cuestiones, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina?, ¿quién deparó estos flojos profesionales que se observan en un sector puntero de la economía patria? Fueron los clientes, indiferentes ante el mal trato generalizado o fueron aquellas personas que no se tomaron con la seriedad debida una profesión que implica un entrenamiento previo. No sólo se trata de servir por la derecha o por la izquierda, o de trinchar la carne ante el comensal sin que los dientes del tenedor expriman de antemano el poco jugo que se acoge en un solomillo de ovino, sino que existen errores de mayor bulto: arrojar a empellones y delante del cliente los restos de un plato sobre los del comensal contiguo, a fin de reducir los paseos hasta la sala de lavado, o preguntar reiteradas veces a quién corresponde cada uno de los platos a servir, indica una falta de cualificación profesional sorprendente. De todos estos males, tan culpables parecen los directos ejecutores de los actos como aquellos patronos que no han sabido imponer los mínimos criterios del servicio. Sin olvidar a los que haciendo dejación de sus derechos optan por perdonar el agravio. El desconocimiento de la ley -ya se sabe- no hace buenos a los infractores, sino ignorantes a los que deben acogerse a ella.
Lejos de nosotros la funesta manía de suponer, pero si nos vemos obligados a ello, citaremos varias causas para tan lamentable estado de la situación. Por una parte, el incremento de los costes de personal, que imposibilita en la mayor parte de los casos que en un local existan como en otros tiempos no tan lejanos, maître, segundo maître, jefe de rango, camarero, ayudante y pinche; todos con su función específica -habría que evaluar si el coste es mayor que todos camareros-. Y por otra, la nula rentabilidad que a juicio de los restauradores se obtiene con tales finezas, sólo apreciadas a lo que se advierte por una mínima parte de los comensales.
Pero sea por esta o por otras razones, la realidad palpable es que ir al restaurante -aunque figure entre los de elevado precio- supone en nuestra Comunidad, con las obvias y significativas excepciones, como ir a casa y servirte tú mismo dos huevos fritos con chorizo y mucho pan. Lejos estamos de los tiempos -era 1870- en que un Beuavilliers, restaurador y autor del Art del cuisinier, recordaba los nombres y caras de todos los clientes que en los últimos 20 años habían acudido a su restaurante, aunque sólo hubiese sido por una vez. Daba la impresión de que el establecimiento se había abierto sólo para que cada cliente en particular se sintiese complacido en él. Por supuesto, para Beauvilliers, como si no existiesen las hojas de reclamaciones.
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