Chorros de agua
El agua forma parte del extenso patrimonio cultural de Xàtiva. Es uno de sus monumentos, acaso el principal por ser el más inquieto, incluso el más arquitectónico por haber contribuido de un modo decisivo al desarrollo de la ciudad. Pero hubo que traerla desde Bellús, a través del Pas de les Aigües, o de la Font Santa para dar entidad y recursos a aquel núcleo ibérico llamado Saiti, surgido sobre la irritación geológica que ahora apenas separa a un secano regado por goteo y aspersión de una huerta que aún bebe por inundación de los afluentes del Júcar.
Con esta agua creció el lino de los pañuelos cantados por Cátulo y el de los tejidos exaltados por Itálico, que tanta celebridad lograron sobre el mármol de la Roma imperial. Asimismo, movió los molinos para fabricar el primer papel en Europa, elaborado con paja y arroz, para que Hibn Hazm de Córdoba escribiese los delicados versos de El collar de la paloma durante su exilio setabense, y para que el comercio entablase una apasionante batalla contra el pergamino que cambiaría ciertos aspectos litúrgicos de la cultura. Todavía ahora, en algunos países de la media luna, el papel de gran calidad recibe el nombre de satawi, en alusión a esta remota procedencia, por considerarlo idéntico al que tanto alabó Sarif Al Edris en sus crónicas.
Esta agua sirvió lo mismo para bautizar a los infieles por parte de la cristiandad que para que éstos elaborasen arnadí con pasta de boniato y calabaza. Incluso para limpiar la sangre de las espadas de la sucesión de invasiones sufridas por la ciudad y consagrar con el hisopo la masacre perpetrada por la aviación nacional unos meses antes de terminar la guerra, el 12 de febrero de 1939. Aquel día la estación fue bombardeada justo en el momento en que llegaba un tren con un destacamento de soldados republicanos, y tras la tromba de hierro empezó una atroz lluvia de carne picada de las 109 víctimas para cuya limpieza fueron necesarios muchos cántaros de agua.
El agua está tan presente en Xàtiva como en el sintoísmo japonés. Quizá por esa razón dispone de una red pública de fuentes muy notable. Aunque quizá nunca las tuvo todas a la vista, ostenta el rezumante título de 'Ciudad de las mil fuentes'. En todo caso sólo conserva alrededor de media docena que son dignas de culto, y algunas de éstas se han identificado tanto con el agua que mana de sus espitas que le han transferido parte de su diseño. Es posible beber agua gótica bajo el prisma octogonal de la Font de la Trinitat, o agua barroca en la Font de Sant Francesc, o agua con regusto pontificio en la Font d'Aldomar, incluso echar un trago racionalista o simbolista, si uno pone algo de entusiasmo por su parte, en otras alfaguaras.
Pero también hay fuentes muy masculinas, como la del Lleó o la de los 25 caños, que suministran el agua como si se tratase de una doctrina. Y aquí, según cómo, lo fue, y con una feligresía muy adicta y diversificada.
Ante el enérgico altar neoclásico de la Font dels 25 Dolls, hoy apenas realizan libaciones los ciclistas antes de emprender la ascensión a la Serra Grossa, como hace unos siglos lo hicieron las caballerías y los jinetes sobre una pila de mármol rosado de la cantera del Buscarró de Quatretonda. Esta fuente alcanza su uso más sutil a media tarde, cuando algunos enamorados, exhaustos de intercambiar flujos salivares en el Jardín del Beso, ante el templete oriental que don Atillio Bruschetti levantó para su mujer, acuden a mojarse la garganta para enseguida insistir en lo que estaban haciendo.
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