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A LA MANERA de J. L. de Vilallonga | GENTE
Columna
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CUERPO DE REY

Pagar la cuenta de los hoteles es una ordinariez. Me lo enseñó Onassis, en una de esas divertidas tardes que pasamos a bordo del yate Christina. Desde entonces, he seguido su sabio consejo a rajatabla y procuro marcharme de los hoteles sin pagar. No por la puerta falsa, como hacen esos ladronzuelos a los que pillan con la maleta llena de toallas y ceniceros, sino con la pompa que requieren las circunstancias, saludando a los botones y a las camareras. 'La vulgaridad de muchos hombres queda compensada por el encanto de su cartera', solía decirme madame Claude mientras disfrutábamos de un Calon Segur del 85 y, acompañados por varias de sus pupilas, escuchábamos la autodestructiva voz de Maria Callas. Podemos aplicar la máxima de aquella extraordinaria madame invirtiendo sus términos y concluir que un caballero que se precie nunca debe sacar la cartera. Lo más importante es dar por sentado que cuando uno elige determinado hotel son ellos quienes deben sentirse honrados con nuestra presencia, y no al revés. Por lo menos, ésta es mi táctica. Llego, saludo y, al entrar en la suite, exijo que me traigan el mejor champaña y critico, por estridente, el estampado de las cortinas o el color de la moqueta. No es bueno mostrarse demasiado complaciente y sí lo es, en cambio, dar a entender que somos hombres de mundo, influyentes, poderosos, íntimos del sha y de la familia real. Por la noche, conviene invitar a los amigos y no reparar en gastos que luego nos limitaremos a certificar firmando una nota astronómica. Tras varios días de opulencia acorde con nuestro buen gusto, es conveniente marcharse temprano, a la hora en la que los directores todavía no han llegado ni sospechan lo que se les viene encima. A veces, como me ocurrió con Federico Fellini en un hotel en el que escribimos el guión de una película que nunca se hizo y que tenía que interpretar Sofía Loren, se producen confusiones, nervios, llamadas telefónicas, malentendidos. Entonces me acaricio la corbata de seda sin mostrar turbación alguna, me siento en una butaca del vestíbulo y jugueteo con la empuñadura de plata del bastón que, por mi cumpleaños, me regaló mi añorado Antonio de Senillosa, cuando ambos todavía creíamos que, en nombre de la justicia social, todo cambiaría y que llegaría el día en el que los tipos de nuestra calaña no podrían ir por el mundo con esta majestuosa, aristocrática y escandalosa cara dura.

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