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Reportaje:VIAJES

VIAJE AL EDÉN

En plena canícula, dos paseantes de Barcelona se detienen en un café y planean viajar a algún lugar de ensueño. Lo descubren muy cerca: en su propia ciudad

Barcelona, agosto del año 2001. Ramón y yo estamos sentados en la terraza de un bar, bajo un sol abrasador. Es la única mesa libre que hemos encontrado en dos o tres kilómetros a la redonda. La ciudad está atestada. Yo diría que hay tanta gente como en febrero o noviembre. Desde hace algunos años las cosas no son como antes. Dicen que se ha puesto de moda hacer las vacaciones por turnos. Se van unos y llegan otros con mejor color que cuando se fueron. Algunas veces regresan demasiado morenos, ahora que parece como si incluso el sol se fuese pasando un poco de moda. Están, además, los turistas extranjeros enseñando las piernas.

Los que más miedo me dan son los japoneses bromea Ramón, abanicándose con la carta de consumiciones que el camarero dejó encima de la mesa. Esa gente lo fotografía todo, no deja nada en paz. El año pasado me fotografiaron en esta misma plaza y 15 días después alguien me vio paseando como si tal cosa por las calles de Tokio. No era yo, obviamente, se trataba sólo de una copia, pero parece ser que me reprodujeron con todos los detalles.

¿Tú crees que valía la pena? le pregunto.

Ramón no replica. Hace demasiado calor para discutir si valía o no valía la pena. Le miro de soslayo y me parece que empieza a salirle un poco de humo de la cabeza. Hace años había aquí un poderoso toldo que permitía a los clientes beber sus cervezas a la sombra. Un día, sin embargo, derribaron el viejo edificio, construyeron otro horrendo en el mismo lugar y algún cretino del Ayuntamiento prohibió que el bar recuperase su viejo toldo, alegando que no armonizaba con el cemento de la nueva abominación arquitectónica.

¿Dónde te marcharías este verano, si a última hora decidieses tomarte unas vacaciones? me pregunta Ramón, sin dejar de abanicarse.

Al Edén le respondo, contemplando con cierta preocupación el vuelo de las gaviotas que sobrevuelan la terraza.

¿Te refieres al paraíso terrenal?

Me refiero, concretamente, exactamente, al lugar donde Dios colocó a nuestros primeros padres. Dicen que está regado por un río que es, a su vez, fuente de otros cuatro: Fisón, Guijón, Tigres y Éufrates. Todo el mundo dice que debe ser un sitio bastante fresco.

Pues si yo pudiese elegir, me daría un garbeo por el paraíso terrenal dice Ramón, poniéndose un poco triste.

¿Y no es lo mismo Edén que paraíso terrenal? ¿No son dos voces sinónimas?

Nada de eso. El paraíso terrenal es aquel lugar maravilloso donde todo se nos da ya hecho. No tenemos necesidad de mover un dedo para obtener lo que deseamos o lo que necesitamos. Los jamones, chorizos y longanizas cuelgan en abundancia de las ramas del árbol de la vida y tenemos a nuestro alcance el cuchillo mágico que nos permite cortar todas las lonchas de jamón o los pedazos de embutido que nos apetezcan.

¿Y en el Edén? le pregunto.

En el Edén responde, improvisando sobre la marcha es preciso trabajar un poco. No nos basta con alargar el brazo como en el paraíso terrenal. Disponemos también de un cuchillo mágico, pero para proveernos del embutido que nos apetezca tenemos que fabricarlo antes. A nuestro alrededor hozan docenas de rollizos cerdos, pero tenemos que ser nosotros quienes nos tomemos la molestia de sacrificarlos.

No es una ilusión. De la cabeza de mi buen amigo se escapa una columna de humo azulado, como la que sale de una pipa. Se le está quemado la poca sensatez que le queda. Las gaviotas, mientras tanto, continúan dando vueltas sobre la terraza.

¿Tú crees que desde ahí arriba esas gaviotas nos ven convertidos en sardinas?

Ramón no responde. Creo que sigue soñando con su imposible paraíso. Sabe, sin embargo, que tanto él como yo agotaremos el mes de agosto en Barcelona, sentados la mayor parte del día en esta misma terraza, abrasándonos bajo un sol inmisericorde. Un poco más abajo, iniciando la Rambla que conduce al puerto, está la fuente de Canaletas y el monumento al futbolista desconocido. No todos los barceloneses saben que está ahí. Es sólo una farola con una esfera de cristal puesta en lo más alto, pero hace años los aficionados se reunían a su alrededor y se desgañitaban discutiendo de fútbol. La televisión y la prensa no nos contaban entonces tantas cosas.

Las gaviotas siguen dando vueltas. Hace años no se atrevían a alejarse tanto del mar.

¿Tú crees que esas granujas de ahí arriba nos ven como si fuésemos boquerones?

No hay respuesta. Ramón sigue pensando en su paraíso terrenal. Se ha quedado con la boca abierta y ahora ni siquiera se abanica. Tampoco le sale humo de la cabeza. Cruza un avión por encima de El Corte Inglés y llegan nuevas oleadas de japoneses, enseñando los dientes. La verdad es que no son tan amarillos como nos enseñaron en la escuela.

Con un poco de suerte, puede que alguno de esos amables hombrecitos considere que vale la pena hacernos unas cuantas fotografías. Y puede, también, que cuando vuelvan a su país, enseñen esas fotografías a sus compatriotas y nos pongan como ejemplo de todos los honrados ciudadanos barceloneses que este año se quedaron sin vacaciones.

Javier Tomeo (Quicena, Huesca, 1935) es novelista y autor dramático. Su último libro es La soledad de los pirómanos (Espasa 2001).

Barcelona, con las torres de La Sagrada Familia y las torres de la Villa Olímpica al fondo.
Barcelona, con las torres de La Sagrada Familia y las torres de la Villa Olímpica al fondo.CARLES RIBAS

Ciudad que mira al mar

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