Ficción y realidad
Cuando voy en metro procuro llevar algo para leer: la ficción de las páginas me saca de la realidad de los rostros cansados y las miradas apagadas. Eso me impulsa a estar atento a los asientos que se quedan libres, pues leer de pie, expuesto a aceleraciones y frenazos y rodeado de gente, es francamente molesto: contadísimos libros superarían la prueba. Salvo casos ya demasiado evidentes (una anciana más arrugada que una chaqueta de lino después de una boda, una embarazada con un niño en brazos), no abandono el asiento hasta llegar a mi parada. Leer en el metro me convierte así en un sujeto poco elegante. En agosto, por suerte, los asientos libres abundan, y me puedo sentar en uno sin que la mala conciencia me incomode. Ir en metro es muy barato. Sin embargo, por poco que dure el trayecto, lo más probable es que se suba al vagón en el que viajas una pareja de músicos, generalmente andinos. Suele gustarme oír sus canciones apresuradas. A veces les doy veinte duros, y el metro me cuesta más del doble. Habitualmente no les doy nada, y pienso que soy un tacaño.
Pero si el metro es estupendo, la moto es aún mejor. He conseguido que mi hermano me preste la mía (se la he prestado previamente a él durante un mes). Aparco en una acera y casi me quedo pegado al asfalto al cruzar una calle. Piso una de las abundantes minas que esperan a los peatones incautos: también hay perros que veranean en Madrid. Mientras limpio el zapato pienso en las ventajas de quedarse en Madrid en agosto. Es un mes con mala prensa, pero la ciudad se vacía y, paradójicamente, se vuelve más humana. Y se presenta la oportunidad de ver a gente a la que no frecuentas durante el año y que tampoco se ha largado. Agosto hace así, en Madrid, efímeros grupos de viejos o nuevos amigos que en septiembre se disolverán. Y a todos les embarga la sensación de que, por el mero hecho de no marcharse, tienen derecho a divertirse más, a salir más, a gastar más. Incluso a casarse.Porque me dirijo hacia unos grandes almacenes en los que me espera una lista de bodas. Unos amigos van a contraer matrimonio, y después de varios años de buen trato tengo algo que reprocharles: han caído en la tentación de la lista de bodas, esa especie de monstruo impreso que iguala a los de derechas de toda la vida con los enrollados de toda la vida. Mientras aguardo mi turno, una pareja de novios explica a la señorita que les atiende que su lista no es ficticia, y quieren saber, ya que es real, si es posible que los regalos que sus invitados vayan comprando se los reserven, para recibirlos de verdad. No es que me estén descubriendo América, pero oír eso me hace dudar de si la lista de mis amigos pertenecerá al mundo de la realidad o al de la ficción. El novio (pelo teñido de un amarillo bastante antiglobalización, pendiente en una oreja) pregunta si se pueden llevar antes de la boda cierto regalo, y esperar a ver si alguien lo adquiere. Desde luego, estas parejas que se casan acaban con el romanticismo de cualquiera.
Cuando llega mi turno, me intriga un regalo tentadoramente denominado Esplendor primaveral. Pregunto si me pueden decir qué es eso -aparte de lo que cada uno pueda imaginarse-, y otra señorita me acompaña a unas vitrinas. Ese Esplendor primaveral resulta ser una espantosa figura de Lladró, una niña-mujer realmente espléndida y primaveral, además de retozona. Esa muchachita podría distraer al marido, hacer volar su imaginación fuera del nido, hacerle soñar con el paso de la porcelana a la carne: me doy el perverso gusto de regalar algo realmente feo, y a la vez, como mis amigos no tienen mal gusto, me tranquiliza saber que lo más probable es que esa ofensa pertenezca al terreno de la ficción. Salgo a la calle pensando en cómo se confunden las fronteras entre realidad y ficción, y al bajar la moto de la acera, la golpeo con un bolardo chiquitajo invisible desde el asiento. El golpe ha sido minúsculo, pero en un punto delicado: el radiador. Una razón más para tener pesadillas con Manzano. La moto empieza a perder un liquido verdoso, y me duele verlo: es como un ser vivo que se desangra. Angustiado, pensando que es un mal sueño, consigo llegar a un taller antes de que muera. El mecánico me dice que sólo la pieza cuesta 70.000 pelas. Menos mal que no venden las motos por piezas, comento. Y comprendo que la realidad se ha adueñado definitivamente del día.
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