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A LA MANERA de Enrique Vila-Matas | GENTE
Columna
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SUDOR

Acabo de regresar de Cochabamba, donde tuve el honor de inaugurar el Museo del Sudor, único en su especialidad. Me tocó hablar después del alcalde, un tipo melancólico, a medio camino entre Fernando Pessoa y Walter Benjamin. Pese al intenso calor reinante y la defectuosa ventilación del local, ambos llevábamos abrigo y sudábamos la gota gorda para no desentonar con la colección permanente de históricas transpiraciones.

En el vestíbulo, junto a una camiseta sudada del futbolista Valderrama y un traje de luces, también sudado, del torero César Rincón, el alcalde reivindicó el papel de las glándulas sudoríparas en el progreso de la humanidad en general y en el de Latinoamérica en particular. Por prudencia, yo no me atreví a llevarle la contraria. Para mi sorpresa, la audiencia le aplaudió con entusiasmo.

Por mi parte, conté que en agosto suelo ponerme el abrigo para combatir la asombrosa humedad de Barcelona, que sólo logro apaciguar con las virtudes secantes de la lana. Al final, me hicieron firmar en el libro de honor, un artefacto pesadísimo que debería haber estrenado yo aunque, como ocurre siempre, ya lo había firmado Sergio Pitol, que suele anticiparse en casi todo.

En realidad, el motivo de mi viaje a Cochabamba no fue sólo la inauguración. Fui a Cochabamba para conocer a mi otro yo. Hace un mes, de madrugada, recibí una llamada anónima que decía: 'En el bar del hotel X de Cochabamba hay un pianista igual que tú'. Pensé que se trataba de una broma de Juan Villoro o de Javier Cercas pero, aprovechando la extraña invitación del museo, decidí averiguarlo.

En la habitación de mi hotel me puse el chaleco antibalas, el abrigo y salí hacia el X. En efecto, en el bar del vestíbulo había un pianista de piano y traje blancos. Pedí un whisky, me acerqué y, adoptando esa expresión de espía búlgaro a sueldo del Gobierno catalán que tan bien se me da, le escuché tocar La cucaracha, mi canción preferida, ya que aúna lo mexicano con lo kafkiano.

Nos miramos. En efecto, éramos iguales, aunque él sudaba bastante más que yo. Los gotones bombardeaban las teclas como si fueran lágrimas. Recuerdo que pensé que, si me moría, me gustaría que una sala del Museo del Sudor de Cochabamba expusiera mis sudados chaleco antibalas y abrigo junto a su infame traje blanco de pianista de piano blanco, tres pruebas de que el arte, y más en verano, es sobre todo transpiración.

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