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Columna
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Yoga

Sentados en círculo sobre una estera, cogidos de la mano, a media luz en la sala de yoga, todos obedecíamos la suave voz del maestro espiritual que trataba de unificar nuestra respiración. En el momento de la exhalación el grupo emitía un oooooomm preceptivo, largo y bien sincronizado. Yo tenía los ojos cerrados y la mente concentrada en el vacío absoluto, aunque en esa bocacalle de Madrid reventaba el clamor de un gran atasco de coches y en la misma acera berreaban unos gamberros dando balonazos contra nuestro ventanal. Ahora también estoy sentado en una estera de yoga a la sombra de un algarrobo con los ojos cerrados bajo el canto frenético de una chicharra. Para poner en el mismo plano la mente, el diafragma y el intestino sacro no necesito emitir el oooomm ritual guiado por un maestro, ya que esta vibración de la garganta que resuena en la bóveda del paladar ha sido sustituida por la propia chicharra cuyo sonido es lo más zen que uno pueda imaginar en el mediterráneo. A mi alrededor el sol de estaño hace reverberar las piedras, que tal vez contienen debajo alacranes con la cola cargada de licor y mientras realizo el control mental oigo en el jardín vecino la cancioncilla de una institutriz alemana que ensaña a unos niños a contar, ein, zwei, drei, y su voz se funde con la emulsión del aire tórrido de agosto. Alguien está trasquilando el seto de enebro que expande un aroma de sangre verde junto con el resplandor de las tijeras. La cadencia medida de sus chasquidos también es zen. En el punto de más perfección comienzan a sonar unos truenos hondos por poniente. Aquella tarde en Madrid, durante la sesión de yoga, en medio de la gran cólera de los coches atascados, cuando el grupo estaba concentrado en ese punto del vacío donde todos los caminos de la vida se unen, de pronto, el conserje de la finca abrió la puerta de la sala y avisó en voz alta: !Señores, la grúa! El maestro espiritual fue el primero en volver del más allá para ganar la calle saltando sobre las esteras, seguido por unos neófitos que también tenían el coche en segunda fila. Ahora en el algarrobo ha enmudecido la chicharra, la institutriz alemana ha callado y el trasquilador de setos ha parado las tijeras. Sólo suenan los truenos. !La que va a caer! oigo que dice alguien. En un instante sobre mi mente en blanco se precipita un violento granizo con muchos relámpagos, pero bajo esta furiosa tormenta mantengo intacta la flor de loto, porque esta vez tengo el coche bien aparcado.

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