Una fiesta en el trastero
Sentado a la mesa del café, rodeado por los numerosos componentes de Goldfinger & The Mush Potatoes, pensé que había hecho bien buscando a los grupos más jóvenes. Para ello había tenido que cambiar de informadores. La idea inicial era ponerme en contacto con Moonrakers, una banda de ska de la que mi hija mayor había sido saxofonista tiempo atrás. Pero ella se encontraba de viaje, así que me fui a consultar a los mayores activistas musicales de la villa de Gràcia. Son los monitores del esplai Matinada, que cada año organizan los conciertos más multitudinarios de las fiestas del barrio.
Los encontré descargando de un coche cantidades ingentes de comida. El suelo del local estaba atestado de sacos de arroz, paquetes de galletas y cajas con botellas de aceite y de refrescos. Era evidente que faltaba poco para que se fueran de colonias con los chavales. Pregunté a una chica peligrosamente enterrada bajo una montaña de material de supervivencia. A pesar del caos, localizó con facilidad una libreta que consultó durante un rato.
Había un olor penetrante a humedad y a cloaca. Ya iba a darme la vuelta, cuando oí el sonido de una batería
-Qué raro- dijo por fin, -no tengo el teléfono de Moonrakers. Pero sí tengo los de Goldfinger y Cheb Balowski. ¿Los quieres?
Ahora era yo el que estaba enterrado bajo los numerosos componentes del primero de estos grupos. Tras mucho dudar, había dejado la grabadora sobre la mesa con la esperanza de que se las arreglara sola. Goldfinger & The Mush Potatoes empezaron como una banda de soul, aunque luego fueron mezclando otros muchos estilos. Pepe, su manager y técnico de sonido, me explicó que llevaban dos meses recluidos grabando su tercer disco, por lo que habían decidido hacer sólo un par de conciertos en agosto. Los componentes del grupo habían organizado sus vidas y trabajos de forma que pudieran simultanearlos con la música. Me asombró lo claras que tenían las ideas. Opinaban que el boom de una banda dura dos o tres años, y que si a ellos les llegara disfrutarían de la experiencia y regresarían luego a la normalidad sin perder por ello los anillos. Consideraban que tenían bien encauzadas sus vidas al margen de los avatares de su afición.
Pasé un rato muy agradable tomando cañas con los falsos manifestantes. Antes de irse me confesaron su debilidad por un concierto que hacen cada año en Biscarri, un pueblo de Lleida de menos de 100 habitantes. Allí, el último fin de semana de septiembre, los vecinos ponen una casa para ellos y sus amigos, los invitan a comer y a tirar al plato, y por la noche bailan con su música.
Al día siguiente había quedado en otro bar con el segundo grupo: Cheb Balowski. Si los de Goldfinger eran muchos, estos eran más: 12 personas. Sin embargo, sólo se presentaron dos chicos que llevaban un cochecito con un niño rollizo en su interior.
-Se llama Pol-, anunciaron.
Los miré totalmente perplejo, recordando que los Goldfinger habían aparecido también con una niña pequeña llamada Ona. ¿Se dedicaban los músicos jóvenes a tener hijos compulsivamente? ¿Se proponían establecer entre ellos algún tipo de alianzas por la vía de futuros matrimonios? Uno de los jóvenes sacó una descomunal fiambrera llena de papilla y comenzó a alimentar al niño.
-En realidad- confesó el otro, -hemos venido a invitarte a un ensayo. Es que si te he de ser sincero, no sabemos muy bien qué decirte.
Quedamos al día siguiente. El local se encontraba en un edificio industrial próximo a la plaza de Espanya. Entré por el muelle de carga y descendí por unas sórdidas escaleras. El subterráneo estaba perforado por un laberinto de pasillos con puertas numeradas. Había un olor penetrante a humedad y a cloaca. Ya iba a darme la vuelta, creyendo que me había equivocado de lugar, cuando oí el sonido de una batería. Me asomé a una puerta que encontré abierta. Allí, en un recinto atiborrado de trastos, me esperaban los incontables miembros de Cheb Balowski. Un ordenador, cubierto de latas vacías y de ceniceros llenos de colillas, dejaba escapar una canción que me sedujo de inmediato. Era uno de los temas del disco que acababan de grabar.
Estuve hablando un rato con Yacine mientras los demás pululaban por el local. Cheb Balowski practica una mezcla total de estilos musicales, pero a sus componentes no les gusta hablar de mestizaje. Prefieren denominarlo música bastarda. Han encontrado para su primer disco un título casi perfecto: Bartzeloona. Es euskera, y separado en cuatro vocablos quiere decir 'qué bien he dormido esta noche'.
-La Barsalona de la burguesía y la torreta ha muerto, ¿no crees?-, me dijo Yacine. -Ahora mucha gente que corre por aquí pronuncia su nombre de forma parecida al título de nuestro disco.
Hablamos también de otros grupos como Ojos de Brujo, La Thorpe Brass o Pomada, que ha colaborado con Cheb Balowski en la grabación. En aquel momento llegó una muchacha guapísima a la que de inmediato ofrecieron la única silla disponible. Era la bailarina del grupo, que había colaborado con su voz en uno de los temas e iba a escucharlo por primera vez. Se hizo un silencio respetuoso cuando en el ordenador comenzó a sonar la canción. Llegó también Consuelo, que estaba haciendo las fotografías para el periódico.
Y entonces sucedió el milagro. Como allí era imposible sacar una foto, Consuelo propuso salir al pasillo maloliente. Los muchachos cogieron algunos instrumentos, se pusieron en círculo en torno a la bailarina... y comenzó la fiesta. Consuelo hacía extrañas contorsiones y se tiraba al suelo agarrada a la cámara. En un momento en que recuperó la verticalidad, me dijo en voz baja: 'Estos chicos llegarán lejos'. A mí no me cabía la menor duda. Comprendí a Boris Vian y a Cortázar, que tanto echaron en falta la música en los libros. Y pensé que hasta en un lugar asqueroso como aquél se podía estar bien siempre que hubiera una banda que te contagiara alegría. Desde aquella tarde, cada vez que salgo de mi habitación y recorro el pasillo de mi casa recuerdo aquel otro pasillo y me veo invadido por esa euforia suave que nace y muere en el vientre. Ya no me quejo de la música que ponen mis hijos. Y, para compensarme de alguna manera, la mayor me ha prometido que no escribirá el ensayo sobre Maupassant.
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