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¡MÚSIKA! /4
Columna
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En el templo del vinilo

La cabina del disc-jockey estaba a una altura exagerada, muy por encima de la gente que había ido a Bikini a escuchar a Skatalites. Parado en medio de la sala mirando hacia lo alto, me sentí como un empleado de pista que observara al piloto en la carlinga del avión. El Sheriff, o la sombra de lo que debía de ser el Sheriff, me hizo un gesto con la mano. Aquello contradecía claramente la teoría de que, en el baile, el que más liga es el que pincha los discos. Yo ya lo sabía por experiencia propia, pues en mi época de adolescente había fabricado una mesa de mezclas y un juego de focos con los que iba de fiesta en fiesta cosechando escasos resultados. Sólo conseguía muchas peticiones y, cuando me negaba a atenderlas, cierta fama de figurón inicuo y antojadizo.

Los 'disc-jockeys' ayudan a vender discos, incluso muchas veces los grupos los contratan de teloneros para sus conciertos

¿Era eso un disc-jockey, o era un artista comparable a los músicos que salían al escenario? Si me fijaba en la cabina inalcanzable del Bikini, se trataba más bien de una deidad. Pero ¿podía ser más deífico el que ponía los discos que el músico que los había grabado? Tenía que investigarlo. Por lo pronto, aquella noche iba a comprender por qué es tan contagioso el ritmo nacional jamaicano. Los Skatalites salieron al escenario tambaleándose sobre sus piernas septuagenarias. Sin casi moverse -supuse que en parte por el dolor de articulaciones y en parte por toda la marihuana que habían fumado en su vida-, sin molestarse en cantar, incluso sin abrir los ojos como el guitarrista, que parecía siempre a punto de caer de costado, lanzaron a bailar a todo el mundo con una facilidad milagrosa. Pero ése era sin duda otro tema.

Al día siguiente planteé a Mónica mi necesidad de hablar con un disc-jockey.

-Tenemos a Sideral- sonó su voz de niña al otro lado de la línea-, pero no sé si anda por aquí. El que sí está es Zero. Es un tío muy simpático, vive con su madre. Si quieres, quedamos con él.

Me citaron por la tarde en la tienda de discos Wah-Wah, donde trabajaba nuestro hombre. La Riera Baixa tenía cierto aire de Portobello londinense: todo eran comercios de ropa y de música de segunda mano. En concreto, el local donde entramos era un templo dedicado al vinilo. No me costó localizar -¡ay!- diversos elepés que me habían acompañado junto a Boris Vian en algunos momentos de mi vida. Pasamos por una puerta a una sala situada al fondo, atiborrada también de discos. En un sofá polvoriento estaba sentada Mónica con su cara de niña buena dispuesta a aplicarte un severo correctivo. De pie junto a ella se encontraba Zero.

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Este disc-jockey con pinta de estudiante de arqueología -de hecho, eso era lo que había estudiado- resultó ser un tipo realmente cordial. A los pocos minutos de hablar con él ya tenía la sensación de encontrarme con un amigo enloquecido por la música. Y, cuando uno conversa un rato con un amigo dedicado por entero a un solo tema, lo mejor que puede hacer es sacarle información. Supe así que los mejores vinilos se prensan en Inglaterra y los más baratos en la República Checa, aunque allí se corre el peligro de que adolezcan de ciertos defectillos, como tener el agujero descentrado. Me enteré también de que muchos discos americanos de orquestas de los años cincuenta se habían salvado gracias a los coleccionistas de portadas con chicas ligeras de ropa y de que la maldición de los disc-jockeys es acarrear el pesado maletón de vinilos de ciudad en ciudad.

Zero pincha básicamente tecno, pero aseguró que para él los mejores disc-jockeys son los más versátiles. Se quejó de que en muchos locales se trabaja en un lugar desde el que no se puede ver la pista de baile, lo que imposibilita establecer un feed-back con el público. Pensé que eso sería como pintar con los ojos cerrados y me acordé del Sheriff suspendido en la carlinga del Bikini. Él sí veía, pese a todo, como veía también otro disc-jockey que me llamó la atención tiempo atrás: trabajaba protegido por una reja metálica, por lo que deduje a posteriori, sentado junto a Mónica en el sofá polvoriento, que en su caso el feed-back había acabado alguna vez a botellazos. Y es que, tal como había comprobado de joven con mi equipo de fiesta portátil, a veces la gente se pone muy pesada cuando no le haces caso.

Antes de despedirme me atreví a preguntarle a Zero si los músicos que actúan en directo les guardan alguna animadversión. Me contestó que los disc-jockeys ayudan a vender los discos y que incluso muchas veces los grupos los contratan de teloneros para sus conciertos. Por si eso fuera poco, añadió, los músicos suelen pinchar para sacarse un sobresueldo, aunque por lo habitual se limitan a hacer de selectors.

Miré a Mónica. No era la primera vez que mi informante actuaba también de traductora.

-Selector es el que se limita a elegir los discos, pero no los mezcla. Con todo el respeto del mundo, una cosa es pinchar en una boda o en una discoteca convencional, y otra exprimir el equipo hasta sacarle todas sus posibilidades, que es lo que hace la gente como Zero. Para eso hay que saber entrar en la música.

Había llegado la hora de irse, pues estaba citado en un café con Goldfinger & The Mush Potatoes. Mónica y Zero me despidieron en la entrada de Wah-Wah. Corrí en busca de un taxi y un rato después me encontraba sentado a una mesa del café mirando el reloj y temiendo que me dieran plantón. Pero no iba a sufrir mucho tiempo. A través de las puertas de cristal vi pasar por la calle lo que parecía un grupo de manifestantes. No lo eran. Se detuvieron unos momentos a deliberar y comenzaron a invadir pacíficamente el local. Los que iban en cabeza vinieron hacia mí al ver la grabadora sobre la mesa. Como en una audiencia real, me puse en pie y estreché la mano de todo el mundo, creo que también la del camarero y la de algunos clientes ajenos a la entrevista. Cerraba la larga fila un chico joven que empujaba un cochecito con una niña de pocos meses.

-Hola. Me llamo Oriol, somos Goldfinger, y ella es Ona.

Desde el cochecito, Ona me observaba con unos ojos inmensos y la sonrisa beatífica que ponen las mujeres cuando ven reunida a toda la familia.

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