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Marthaler y Cambreling realizan una corrosiva versión de 'Las bodas de Fígaro' en Salzburgo

Encendida división de opiniones, con más defensores que detractores, en el estreno de la ópera de Mozart

La última nueva producción de una ópera de Mozart, Las bodas de Fígaro, en la década de Gérard Mortier, no ha defraudado las expectativas de una fuerte polémica. Con los mismos directores artístico y musical de hace unos años en Katia Kabanova, pero con una propuesta mucho más radical, el espectáculo levantó un animado debate al final, aunque de menores proporciones que en la ópera de Janácek, al ser ahora mayoría los defensores. Irreverente, corrosiva, irónica, demoledora, la lectura de Marthaler y Cambreling está ambientada en una tienda de trajes de novia.

Manifestaba Gérard Mortier en un artículo publicado el pasado sábado en EL PAÍS que había vivido una evolución personal sustancial durante su estancia en Salzburgo. Una frase era particularmente explosiva: 'El dogma de la intangibilidad de la obra ya no tiene validez y puede romperse tanto en la interpretación como en la forma'. Es lo que ocurre precisamente en estas Bodas de Fígaro. El espectador de ópera ha asimilado la multiplicidad de enfoques teatrales de un mismo título. Le es más complejo aceptar las variaciones de la estructura musical.

En Las bodas de Salzburgo, magníficamente dirigidas por Sylvain Cambreling al frente de la Camerata de Salzburgo, lo primero que choca es la supresión del clavicémbalo en los recitativos y su sustitución por un órgano electrónico llevado por un personaje en escena que ejerce de testigo mudo de la representación e incluso puede convertir visualmente un trío en un cuarteto al ponerse en fila con los cantantes aunque no abra la boca. El órgano en funciones de clavicémbalo hace, además, sus pinitos variados, que, en general, despertaron cierta complicidad en la sala a juzgar por las risas. Pero el personaje en cuestión da una vuelta de tuerca increíble en el comienzo del cuarto acto, cuando deja el órgano y sale con una fila de vasos de agua (¿se acuerdan de E la nave va, de Fellini?), con los que interpreta un lied de Mozart. Un par de escenas más tarde vuelve a salir con los vasos, con los que se acompaña para cantar el mismo lied. En una escena anterior ya había utilizado el sonido soplando en dos botellas de cerveza como insólito apoyo musical.

Golpes en la espalda

No se limitan a esto las novedades musicales en función de la comicidad teatral. El personaje de Don Curzio, por ejemplo, es tartamudo y únicamente va completando sus intervenciones musicales a base de golpes en la espalda de los otros cantantes. Más aún. Marcellina (estupenda Helene Schneiderman) canta en el cuarto acto un aria que se hace pocas veces, Il capro e la capretta, a modo de variedades, y pide la participación del público con sus palmas. Una sección considerable accedió con gusto a seguir la fiesta. Los sonidos cotidianos de una taladradora y de una máquina de escribir en la Canzonetta sull'aria también se integran en la representación.

En el terreno teatral, estamos ante un Marthaler delirante, en estado puro. La loca jornada de Beaumarchais está ambientada en una tienda o almacén de trajes de novia, con sus maniquíes, sus oficinas, vasos de plástico para el café, los habituales papeles pintados, dos puertas con la D y la H de Damen y Herren, o un sillón con mando automático. El Conde de Las bodas es el autoritario dueño de la tienda y la Condesa una señora sexualmente insatisfecha que se alegra con abundantes traguitos de licor. La siniestra oficina se completa con un desván en la parte superior, con ovejitas disecadas y otros animales (¿alusión a la infancia, al Buñuel de El ángel exterminador, o simplemente un efecto plástico?). La estética cutre, vulgar, muy pensada desde la escenografía y vestuario de Anna Viebrock, produce un efecto perturbador con la música de Mozart de fondo. Hay un sentido de la ironía que desasosiega. La obra está llena de gags (algunos graciosísimos), de fantasmales novias al fondo de la oficina, de personajes que entran y salen en una agitación continua. La coreografía para el Amanti costanti a ritmo visual casi de gim-jazz es impactante. Y el director musical deja de cuando en cuando la batuta y saca fotos con flas a los personajes del escenario. La lista de efectos es, como pueden suponer, infinita. La locura se adueña de la escena y roza a veces el absurdo y otras la genialidad.

Porque, detrás de la risa, de la comicidad, subyace una lectura de gran amargura. Los personajes son mezquinos. Y el retrato de la burguesía, del poder, es feroz. Todo está inmerso en una sensación de vacío, con intercambios sexuales que no llevan a ninguna parte salvo a una oscura supervivencia. Como si no hubiese pasado nada a nivel humano (de no ser a peor) en los dos siglos desde que se estrenó la obra.

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