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LA CRÓNICA
Columna
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Contra la nostalgia, patitas de pollo

Desde que pasé unos meses de feliz vagabundeo por China, sin más compañía que una novia, una mochila rusa y un manual de conversación en mandarín, padezco de una leve afección nostálgica. La otra tarde, mientras atravesaba la plaza de Catalunya en mi bicicleta holandesa, sorteando a los transeúntes y los charcos, recordé un delirante paseo por los barrios periféricos del sur de Pekín, a lomos de una chirriante Flying Pigeon, en busca de un puestecillo ambulante de fideos al que una amiga pequinesa nos había llevado a comer semanas antes. En su lugar, un anciano vendía grillos enjaulados en unas cestitas trenzadas. Y a dos pasos descubrimos una ferretería dirigida por un gigantesco manchú en la que aún podían encontrarse juegos de construcciones de madera. Qué bien se estaba allí, en esa esquina perdida del universo, desconocidos de todos, sorbiendo un té de jazmín, viendo pasar chinos y escuchando el cri-cri de los grillos, mientras el sol caía hacia el horizonte envuelto en un sudario de humedad.

Reina un desorden prometedor. Y el nombre del negocio no mata, pero basta con entrar para sentirse como en China

Hace pocos meses abrió un supermercado chino en la calle de Girona, establecimiento singular que visito con cierta frecuencia para tratarme de mis nostalgias. Las nostalgias de lo lejano, decía el sabio, se curan con sucedáneos. El nombre del negocio, lo reconozco, no mata: Supermercado Chinabarna, SL, pero basta con atravesar el umbral -decorado con paneles de corcho en los que la colonia china pincha sus herméticos mensajes caligrafiados- para sentirse como en China.

Reina un desorden prometedor. No es difícil tropezar con una caja de nabos en salmuera a medio abrir o darse de bruces con un jarrón chino modelo salón de Sara Montiel; huele a jengibre, a soja y a esparto mojado, y desde las dependencias del fondo -lugar de todos los misterios- llegan los gritos de una mujer que habla por teléfono. Lo que más aprecio es esta confusión de voces, olores y geografías. Y la apariencia de los productos. Y por supuesto, sus nombres. 'El hombre de bien no come un alimento que no tenga nombre', dice el proverbio (Junzi buchi wuming zhishi).

En la sección de golosinas, junto a los biscuits de Wangwang y las ciruelas de hielo, de repente, aparecen las bolsitas de vejiga de pescado frita. Entre los caramelos de piña y las mandarinas confitadas de Taiwan, las latas de verdura de nieve y el paté de rosa. Los botellines de té de melón de invierno montan humilde guardia junto a los nidos de salangana (4.500 pesetas las seis unidades).

Aquí mi espíritu comienza a separarse levemente de mi cuerpo y deambula perezosamente entre los granos de loto en almíbar, las tirillas de carne de cerdo ahumada, la chuleta de pescado de sate, las algas azules, los huevos de mil años, las flores de crisantemo secas y las camisas de camarero (tres tallas disponibles, 1.000 pesetas la pieza). Y con qué placer manosea uno los estuches de la espuma de bambú, las setas oreja de madera, los dátiles de Miyán, las flores de lirio, los caramelos White Rabbit, la salsa de ostras Panda, hasta que unas cacerolas de aluminio de la casa Galera nos conminan, desde su cuatribarrada etiqueta, a comprar 'productes nacionals' y nos devuelven bruscamente a la realidad.

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La sección de congelados es la apoteosis del reino animal bajo cero: anguilas, vieiras, pescado amarillo, pescado seco (y amarillento), ancas de rana, gambas, lenguas de pato, patos enteros, cangrejos de agua dulce y, ¡uf!, tortugas de agua, con su caparazoncito y todo, parece que estén durmiendo...

Pero como decía el poeta, no hay paraíso sin serpiente: echo en falta las patas de pollo. Sí, patas de pollo. La primera vez que vi comer patas de pollo hervidas fue en el tren que nos llevó de Moscú a Pekín. Los encargados de nuestro vagón mataban el tiempo comiendo patitas de pollo y escupiendo las uñas por la ventanilla. Durante los seis días que duró el viaje no conseguí que accedieran a compartir su golosina, ni siquiera a cambio de monedas de cinco duros (las monedas de cinco duros tienen mucho éxito en China, porque pueden colgarse en torno al cuello con una cadenita.) Más tarde, en un parque de Chengdú, mientras dos chinitos de cuatro o cinco años se entretenían tirándome del vello de los brazos e imitando nuestros ojos redondos ('ojos de vaca'), su abuela quiso disculpar estas diabluras convidándonos a patas hervidas. Resulta increíble la cantidad de patitas de pollo que una abuela china puede devorar en cinco minutos. Y con qué desenvoltura escupe las uñas. Las posibilidades gastronómicas de tan pintoresco manjar no le han pasado desapercibidas al mismísimo Ferran Adrià, que últimamente las sirve fritas en el Bulli, pero sin uñas.

Se me va a terminar la crónica y aún no les he hablado de los licores perfumados, las barritas de incienso y las teteras de cerámica que pueden encontrar en mi supermercado chino preferido. Ni del repentino deseo de comer un buen plato de raviolis a la plancha al estilo pequinés. Ya conocen el proverbio: 'La pera en el árbol no sacia la sed de quien está al pie' (Shushang deli jiebuliao shuxiaren deke). Calle de Girona arriba, llegando a la esquina de Còrsega, hay un recomendable restaurantillo donde sirven cerveza Tsing Tao helada y un plato que se llama hormigas en el árbol. Y también patas de pollo con aceite de sésamo, pero la patrona se resiste educadamente a servirlas a los occidentales. 'Pata de pollo, tú no gustar'. Contra la nostalgia todo vale, señora, incluso patitas de pollo.

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