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Columna
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1.000 paellas

Mi amigo que volvió de los sanfermines me habla del olor de los toros: pasan los toros vertiginosamente, desaparecen, dos o tres minutos, no más, pero queda el olor a toro, memorable. Aquí, en la calle Cristo o en la Plaza Tutti-Frutti, hay un olor memorable a veraneo y turismo, pizza y perfume, paella y grandes almacenes: quizá en los grandes almacenes compraron el viaje y el hotel estos viajeros, de Europa, muy semejantes a mí, mis semejantes, mis hermanos, vestidos como yo, comiendo y bebiendo lo mismo que yo, es decir, pensando más o menos como yo.

¿Por qué están aquí, tan lejos de sus casas, con sus niños, con los abuelos, con el perro? (¿Tiene ese perro pasaporte?) Seguramente están aquí porque no querían quedarse solos en el bloque de apartamentos o en la urbanización: qué le iban a decir a quien los encontrara paseando por la ciudad en día de trabajo, libres, sin trabajo. Cómo, ¿estás de vacaciones y no te vas de vacaciones? ¿Es que perdiste el empleo? ¿Has perdido los ahorros en la Bolsa? Los sociólogos dicen que las vacaciones son un deber. Antes, los que se iban de viaje tenían que dar explicaciones a sus vecinos. Todavía lo oigo por aquí, a los más viejos, en la parada y en el autobús: ¿Vas a Málaga? No será para nada malo, ¿verdad? Viajar era ir al médico, al juez, al abogado, al cuartel, al hospital o a la cárcel.

Hoy tienen que dar explicaciones los que se quedan en sus casas durante los largos días veraniegos, y todos los que se quedan tienen cara de culpables. El viaje de vacaciones es felizmente obligatorio, aunque sea un signo de libertad económica, casi como en el feudalismo, cuando viajaban los libres y los siervos estaban atados a la tierra. Viajar es un placer, pero en la vieja Odisea viajar significaba dolor y maldición. Los últimos viajeros antiguos quizá sean los africanos que llegan en barca, en peligro. Un reportaje de Tomás Bárbulo da una posible explicación médica al hecho de que en algunas pateras aparezcan navegantes muertos. (Una casualidad espantosa, otra marca de distinción entre tipos de viajeros: la palabra patera, nombre de la barca sin quilla, plana, viene de la misma palabra latina que paella: patella, plato y, en algún momento, utensilio de cocina poco profundo y plano, sartén donde se guisa la paella.)

Dice Bárbulo que la gasolina de las pateras reacciona con el agua marina: quema la piel y, aspirada, puede matar. Hay viajeros que se marean, se desmayan, caen al fondo encharcado de la patera, aspiran el agua con gasolina y se mueren. Estos viajeros, perdidos o supervivientes, huidos o capturados, son un síntoma brutal del estado de las cosas: parecen acérrimos partidarios de la liberalización global o mundial de la economía, pero, en cuanto se saltan las fronteras para globalizarse, son cazados y devueltos a sus aldeas por los globalizadores de aquí, mucho más acérrimos. Y además son un síntoma de mi visión del mundo. Hay gente que sufre aquí mismo, en nuestras costas, o un poco más allá, a 100 kilómetros, en África, pero ¿qué le hago yo? Bueno, sí, me preocupa el asunto: amenaza mi modo de vida. ¿Qué pasaría si se colara toda esa gente?

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