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Columna
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¡Luz, más luz!

De acuerdo, la expresión es de Goethe, en sus momentos finales, y siempre se interpreta de forma simbólica, como si fuera el grito desgarrado que resume toda una vida. ¿Y si no fuera así? Un hombre que fue capaz de descubrir la existencia de un hueso intermaxilar sin llegar a verlo antes, ¿no podría estar anticipando lo que nos ocurriría a los valencianos en el verano del 2001? ¡Luz, más luz, para estos pobres diablos del siglo XXI!

En este sentido, me parece más goethiana nuestra alcaldesa Rita Barberá que nuestro presidente Zaplana. Rita critica a las empresas abiertamente, aplicando una lógica imparable. Si hay apagones, dice, es porque falta capacidad de suministro, algo que debería haberse previsto. Por el contrario, Zaplana se pone más mefistofélico, justifica a Iberdrola y echa las culpas al elevado crecimiento económico de algunas zonas. Algo así como si nos faltara luz porque España va bien, un razonamiento complicado y bastante difícil de aceptar. Vamos a más y por eso tenemos apagones. No, es evidente que no, la frase no funcionaría bien en campaña.

Ya sabemos que Valencia capital se vacía poco a poco desde finales de julio y hasta bien entrado septiembre. Desaparecen los políticos, adelgazan los periódicos, trasladan la policía hacia las playas y hasta nos cierran los quioscos. El turismo se lo lleva todo, pero ¡también la luz! Entiendo que hay que defender los negocios, hoteles y restaurantes primero, parques temáticos, lugares de ocio, aeropuertos y festivales. Pero ¿qué pasa con los que nos quedamos en la capital? No es que Valencia se vacíe, es que de pronto desaparece todo. Se fue la luz. Se acabó. Nuestro mundo se reduce al silencio y a unas cuantas interjecciones.

Y cuando vuelve, todavía es peor. La primera impresión es que estamos en otro mundo o, al menos, que nos han trasladado de sitio. Nada funciona a nuestro alrededor y desde todos los rincones parpadean los objetos más insospechados, atontados, como si estuvieran perplejos por el electrochoque que acaban de recibir. El otro día creí que despertaba en Chicago, años 20, con todas las luces de neón anunciando con destellos intermitentes aparatos de televisión, vídeos, cadenas musicales y aire acondicionado. El resto del día te lo pasas ajustando los relojes, calendarios, programadores y demás artilugios de la casa, mientras observas con desconfianza como fluctúa la luz. Cuando te acuestas, agotado de mirar tanto manual de instrucciones, escuchas una especie de campanilla tonta que suena de forma irregular. Es el horno, en la cocina, que se ríe de ti.

Todo tiene explicaciones económicas, políticas y hasta científicas, que hoy en día no nos privamos de nada. Sin embargo, que se corte la energía eléctrica en los momentos más inesperados, interrumpiendo tu vida cotidiana y las labores habituales, no es un signo de crecimiento económico. Es imprevisión, es falta de capacidad ya sea de suministro o de cualquier otra índole. Pero, sobre todo, es una muestra de desprecio absoluto hacia los ciudadanos y hacia los consumidores, que tienen derecho a ver, a existir y a trabajar sin necesidad de sobresaltos ni de reclamaciones continuas. Luz, más luz, y menos incompetencia.

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