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Columna
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El largo viaje

Di una vuelta en un coche con aire acondicionado y me resfrié: tres días de sábanas febriles y arrugadas de enfermo, una opresión semejante a la que se vive ahora mismo en los dos millones de coches que se mueven en sólo tres días por las carreteras de aquí. Y no quiero pensar en el estado de los aeropuertos: fotos de individuos derrumbados en los sillones de la sala de espera o mirando con cara de alucinación un panel de vuelos y horarios. La tierra y el cielo se confunden en situaciones semejantes, como en mi cama y camarote de griposo en julio, rodeado por el equipaje habitual: vasos, pastillas, zumo de pomelo en cartón y té frío en lata, libros, papeles, lápices y el teléfono desconectado casi siempre. No quiero ser como ese hombre del aeropuerto, con el teléfono móvil en la mano: Hamlet con la calavera.

Es como un viaje la enfermedad, y hay momentos inseguros, de pánico. Uno lee el periódico: la epidemia de Murcia, por ejemplo. Uno es hipocondríaco y tiene fiebre. ¿No hay algo simbólico en que la bacteria maligna la difundan las torres de refrigeración de la Presidencia de Murcia, la Consejería de Sanidad y Agricultura, la caja de ahorros regional y El Corte Inglés: los pilares de la tierra murciana? Perdido en mi propia cama, lector de periódicos, soy un vagabundo con la cabeza como un pájaro, en una especie de extrañamiento producto de la mezcla de fiebre, analgésicos y té. El médico-escritor Céline dice que viajar es muy útil porque hace trabajar la imaginación: viajar es como unos días de cama febril.

Pienso en los automovilistas que salen de la autovía y desembocan en la agoniosa carretera de Torrox, camino de Nerja o Motril o Almería. Quizá sienta algo parecido a la irrealidad de mis 38 grados de temperatura, cuando me levanto y el suelo parece temblar (una vez pensé que era como un terremoto y al día siguiente leí que había habido un levísimo terremoto). Me levanto. Veo nublada la calle. ¿Estoy mucho peor de lo que creía? No: esta niebla es real, sólida, fotografiable. Es lo que dos turistas están fotografiando ahora mismo a las puertas del hostal Nerja Sol: la calle con niebla tiene algo de visión mexicana (sin saber si deliro veo en el periódico que un mexicano intentó ayer cruzar la frontera de California disfrazado de sillón de autobús).

La enfermedad ha sido mi aeropuerto estos días: una cosa transitoria, por fortuna, aunque a veces pareciera un largo viaje sin moverse del sitio. Un aeropuerto es una experiencia mística: una va al mostrador de información y la información que recibe es que informarán dentro de veinte minutos, más tarde, siempre más tarde. Es como la vida: uno nunca acaba de descubrir la verdad final, e incluso deja el aeropuerto sin llegar a saberla nunca. Se lee mucho en la cama, y leo en The Economist que las huelgas de pilotos en Hong Kong, Alemania y España persiguen la homologación salarial con los pilotos de Estados Unidos, donde (lo cuenta la misma revista) están apareciendo en la radio y la televisión programas especializados en experiencias terroríficas de los pasajeros aeronáuticos, y senadores que prometen leyes defensoras de los derechos del viajero.

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