El Tour
Un veterano técnico ciclista español ha declarado que el Tour no es lo que era y que los ciclistas lo abordan con una cierta tristeza, como si fueran a una empresa azarosa no ya en lo deportivo, sino también en lo penal. El control antidoping ha velado las miradas falcónicas de los mejores escaladores, los olfatos más perversos y pegajosos de los filtradizos sprinters, y crece la duda sobre las drogas que tomaban sobre ruedas de carro y se subían cinco Tourmalets en una mañana. Ahora podemos sospechar que Fermina, la ninfa constante de Bahamontes, se traía desde Toledo las fiambreras llenas de droga dura: conejo con sanfaina, morteruelos, ropa vieja, huesos de santo, fechorías estimulantes todas ellas que duplicaban las alas del águila de Toledo y le permitían incluso hacer la siesta bajo una higuera antes de que le alcanzaran los perseguidores.
Valdano me dijo que amamos el fútbol gracias a esos instantes mágicos que consiguen los jugadores geniales y se convierten en leyendas avaladoras, a veces nunca comprobadas, como aquel famoso gol de Pelé que nunca marcó. Amamos el ciclismo los que desde los tiempos de Bernardo Ruiz lo convertimos en un recortable épico sobre la mesa del colegio, y los gigantes de la ruta eran eso, los gigantes de la ruta, sin que nadie les pidiera explicaciones sobre la gasolina o el gasógeno, en el caso de los españoles, que se ponían entre pecho y espalda. Si ahora hemos de perder la mística del ciclismo por cuatro chorradas químicas que toman los ciclistas para no perder la cara o la marca, yo ya no sé en qué vamos a creer los ateos que hemos buscado en religiones laicas como el fútbol o el ciclismo la posibilidad de subir al podium del olimpo y así comunicar con ese más allá del que nos llega la condición de perdedores o ganadores.
No se aplica el control antidoping ni a los empresarios, ni a los miembros del COI, ni al señor Piqué cuando justifica el caso Ercros, ni a José Luis Moreno, ni a los 1.500 poetas de La Moncloa, ni a los columnistas de EL PAÍS, y no entiendo por qué se ceba la moral globalizadora en ciclistas, mutilándoles de su imprescindible condición de ejemplares gigantes de la ruta.
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