Cabestros
El atestado encierro de Millares cuenta tres heridos leves y dos multas a imprudentes
Imaginemos mucha gente junta. Pues justo el doble eran los que estaban ayer repartidos por los 850 metros que junta el recorrido del encierro. Sólo faltaba la cabra.
Se esperaba, como toca a un domingo de sanfermines, un lleno pegajoso y así fue. Donde normalmente caben 2.000 corredores, seis toros y otros tantos cabestros, se citaron muchos más. Más corredores, los mismos toros, eso sí, y, lo que de verdad irrita a los pamploneses, muchos más cabestros. A los mansos de rigor se sumaron innumerables zopencos; tantos como corredores incapaces de seguir las cuatro reglas básicas.
Se vio de todo: gente balanceándose de los cuernos (los del toro, se entiende) en actitud gimnástica; medio ebrios abrazados a los lomos del burel en amoroso desconcierto, y dos inesperados jugadores de rugby, que, para sorpresa general, se empeñaron en detener el paso del toro Enigmático camino de chiqueros. La policía local recetó, en consecuencia, dos multas de 25.000 pesetas: una para un español y otra para un neozelandés, que se niega a pagar y ha recurrido a su consulado.
Pues bien, pese a todo, no pasó nada grave: tan sólo tres heridos leves, dos cejas partidas, un golpe en el pecho y dos multas.
En la plaza del Ayuntamiento, un toro barrió su costado derecho. A su paso, un remolino de cuerpos. Poco más abajo, caídas, resbalones y un mozo despistado que embiste (literal) a un morlaco rezagado.
La manada con el hierro de Manuel Ángel Millares se partió y toda la Estafeta atiborrada quedó a merced del solitario Alfombrito, un colorao melocotón de 565 kilos. Se le hizo de todo y el animal, que marraba cada derrote. En total, casi siete minutos de milagroso encierro.
'Si esto sigue así, habrá que hacer algo', comenta Iñaki y escucha Álvaro. Son de Pamplona, expertos corredores, y están indignados con el espectáculo recién vivido. 'El encierro', explica didáctico este veterano corredor, 'no es otra cosa que llevar a los toros hasta los corrales de la plaza. Hay que guiarlos por delante sin enseñarles a embestir'. Sus dardos se dirigen a los corredores de otros predios. Que conteste Alberto. Cuenta Alberto que en su tierra las vacas saben latín. Es de Onda, un pueblo de Castellón. Allí, desde bien pequeñitas, a las terneras se les pasea por las fiestas de los pueblos.
Hacen turismo y se empapan de ese extraño saber (extraño por la materia tratada) que se denomina antropología. 'Hay que tener cuidado. Te pongas donde te pongas, te dan', explica Alberto y acto seguido, para dejar claro que sabe de lo que habla enseña una herida profunda y abierta en el tobillo izquierdo, firma de una vaca con cuatro cursos de latín.
Alberto, de apellido Guillamón, tiene 46 años y desde hace 25 acude a los sanfermines. Sabe distinguir perfectamente entre una vaca de Castellón y un toro de Pamplona. 'Aquí todo es distinto', afirma cargado de razón. Nada de acariciarle, echarse encima, tocarle el cuerno (por mucha costumbre que se tenga)... Nada de hacer lo que ayer, sin pudor y sin la menor idea del latín clásico, se hizo. Mucho cabestro iletrado.
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