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Columna
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La busca de raíces del cine

No le hace falta irse muy lejos de aquí -le basta con llegar a Francia y quedarse algún tiempo en París para tener allí a mano lo fundamental- a cualquier buscador de raíces del cine que quiera ver, en condiciones idóneas y con sus propios ojos, lo esencial de la historia de este arte, contemplar qué hay todavía detrás de sus títulos indispensables, por remotos que parezcan, y qué luz queda aún por irradiar en los que fueron sus rostros necesarios, todavía encendidos aunque ya se apagasen quienes estaban detrás de ellos. Pero me temo que si ese buscador de raíces de cine se queda aquí, varado en las programaciones de la cartelera madrileña colonizada por Hollywood y sus alrededores, no saldrá nunca del pantano y seguirá encediendo su sed de historia del lenguaje cinematográfico con esqueléticas dosis de cuentagotas.

En España no se recupera, ni se exhibe por norma, que es como debiera hacerse, la parte viva del cine del pasado, lo que en éste hay de raíz del cine vivo de ahora, que sin ellas se muere. El cine clásico está aquí expulsado de la vida cotidiana y se ve a escondidas, en el exilio de los templos cómplices, en las cinematecas y en las repescas de los festivales, pero nunca o casi nunca en el cine de la esquina, que vuelve la espalda a esas raíces y abre sus pantalla tan sólo al petardo hollywoodense de turno o, con suerte, a alguna película libre e inteligente que se ha colado por alguna rendija de la criba de los vendedores de celuloide a granel.

Lo cierto es que las pocas gotas de cine clásico que se escapan de la norma y se hacen aquí visibles hay que atraparlas fatalmente en las estrechuras del vídeo solitario o, peor aún, en las televisiones generalistas, en programaciones de madrugada y, asunto más tramposo y humillante aún, entre los soeces tajos del troceo publicitario, que en España está adquiriendo ya dimensiones exasperantes, obscenas, que pulverizan la sagrada continuidad de la contemplación secuencial y engañan a infinidad de espectadores haciéndoles creer que han visto una película cuando sólo la han entrevisto. Es cada vez más frecuente leer en los periódicos el disparo de algunas cartas de lectores encrespados por la percepción de esta estafa.

Y, para cerrar tan delirante círculo de ignorancias con un toque lúgubre, basta recordar que nos regalan, por fin, una fúnebre ocasión -que, para colmo, no siempre se cumple y cada día se hace más excepcional- de recuperar raíces de cine cuando se nos muere un actor popular e inesperadamente brota ambientalmente una demanda nostálgica de él, de lo que hace tiempo representó y convertimos entonces en parte de nuestros sueños. Es uno de esos siniestros pretextos lo que nos permite ahora mismo volver a disfrutar de dos instantes sublimes, geniales, del cine de Billy Wilder, Con faldas y a lo loco y El apartamento, gracias al desastre de la muerte, el otro día, de Jack Lemmon, que ha creado velozmente en mucha gente una aguda sensación de ausencia, de carencia de él.

Esta carencia fue no remediada, pero sí en parte calmada a bote pronto al día siguiente del entierro del actor, en el que dos cadenas de la televisión, programadas por linces, se pusieron sagazmente de acuerdo para emitir simultáneamente Irma la dulce y Primera plana, con lo que, además de activarse multitudinariamente la gimnasia del dedo de teclear hasta la estupidez el cambio de emisora, una parte de la cosecha de cultura cinematográfica sembrada por el cadáver de Lemmon se atascó y un recodo esencial de la obra del anciano cineasta Billy Wilder fue puesto a tiro de la mirada, perpleja y partida por la mitad, de dos generaciones de cinéfilos españoles, que lo desconocían de oídas o de leídas, y siguieron después de aquella fechoría televisiva desconociéndolo por completo. Y no bastan estos chuscos cruces de azares para llenar una laguna cultural y educacional que en realidad encubre miles de lagunas más. Ver de manera sistemática la historia del cine es una disciplina escolar para los niños de varios países europeos. Parece insensato pedir que aquí ocurra lo mismo, y por eso hay que pedirlo.

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