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VISTO / OÍDO
Columna
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Más culpables

No tengo ninguna seguridad de que Milosevic sea el culpable de todo el desastre humano de Kosovo, ni de todo lo que fue Yugoslavia y sus guerras internas o adyacentes. Tampoco la tengo de que Montesinos sea el único dilapidador y asesino de Perú, ni siquiera con Fujimori, que hoy en su exilio de Japón vive como una gran figura social. Siempre tuve dudas de que Hitler fuera el único culpable de la matanza nazi y de que Stalin estuviera solo en la distorsión criminal del comunismo.

Nunca he culpado a Churchill por los bombardeos masivos sobre poblaciones aisladas y puramente civiles alemanas, como Dresde o Hamburgo, ni a Truman por la eliminación de dos ciudades vivas e inocentes con sus hijitas, las bombas atómicas. Me horrorizaría que Javier Solana fuese encarcelado en La Haya, o colgado en Núremberg, por el destrozo de Yugoslavia, o como se llame ahora aquel país de muerte lenta: firmaría algo para salvarle, aunque me duela verle ahora gritar de alegría por la compra ilegal y antidemocrática de Milosevic. Porque estos casos terminan por convertirse en partidas de ajedrez. Si no creo en los hombres fundamentales, y siento tentación de huir cuando veo un salvador de la patria, tampoco voy a creer en los malos absolutos. Cada uno es la cabeza visible de la banda terrorista armada y del grupo de ideólogos que se resignan aparentemente a la matanza, se llame Estados Unidos o ETA. Cantamos hoy a Heidegger por el aniversario, y le disculpamos que fuera el pensador del nazismo. Y se disimula.

La ventaja de arrojar sobre un ciudadano la culpabilidad total está en no alterar demasiado las cosas. Franco era un canalla, pero ni más ni menos que sus cómplices, civiles y militares. Sólo se puso su manto y su corona. Sirve gramaticalmente: para aludir a un hecho concreto -'Franco mató a...'- y para acotar un poco el nombre global de fascismo. Aquí el saldo consistió en que sus cómplices pudieran pactar el final, y volver hasta a gobernar con cambios de nombre. Aunque sea la mitad que en las elecciones anteriores, muchos vascos votaron la cara política del crimen, y encuentran razones morales para justificarlo; quizá importa menos quién es el asesino que pone una bomba al paso de un viejo general administrativo (y aunque tuviera otros empleos) que quien lo dispone y lo vota: quien cree que esa atrocidad de paz puede cambiar las cosas hacia un ideal perdido. Digo perdido en el mundo de la realidad comprobable, que no tiene nada que ver con las verdades reveladas en el Sinaí o en Gernika.

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