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Columna
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Optimismo

La imaginación es el ojo de la cerradura por el que nos espiamos a nosotros mismos. Y como tendemos a valorar nuestra existencia con un camuflado optimismo, acabamos observando las mejores escenas, los desnudos de una casa de huéspedes amable y luminosa que llega a confundirse con la realidad. Detrás de una puerta azul, la imaginación recorta el futuro en un golpe de vista y nos lo entrega dispuesto para seducir, en papel de regalo, con sus perfiles más favorecedores. Decimos, por ejemplo, la palabra carretera, y las sílabas del entusiasmo dibujan una soledad de bellos palmerales que inclinan el verde flexible de sus sueños hacia las estrellas del Sur. Decimos verano, y el mar de la semántica arroja a la orilla el cuerpo joven de la felicidad, una figura compuesta por los días de vacaciones, las noches sin prisa y los castillos de arena, que se convierten en castillos de fuegos artificiales cuando saltan por las almohadas de julio y agosto para iluminar las sombras abismales del universo. La imaginación reduce cualquier infinito a una postal con barcos y huellas de luz en las aguas del puerto.

No es que el ojo de la cerradura comercie con la mentira y se dedique a estafarnos con tesoros inexistentes. Más que en el puro engaño, la imaginación se define en una idea desmesurada de la pura verdad, en una pasión por los detalles que la obliga a confundir la parte por el todo. El optimismo es una metonimia, un ejercicio de desplazamiento. Se trata de quitarle la ropa a las verdades, para que la realidad surja con el desnudo que más nos conviene. Decimos la palabra carreterra, y se nos olvidan las obras públicas, los atascos, las horas quemadas en el asfalto, la velocidad detenida en un metro y medio, la estupidez del conductor temerario, los restaurantes invadidos por una clientela que desborda la fotografía exacta de la necesidad. Decimos la palabra verano, y se nos olvida que las estaciones duran tres meses, que la ira de los termómetros puede estallar en la infección rojiza de los amaneceres y que los horarios laborales ofrecen una tregua, una simple tregua, una breve ilusión de salud condenada a la inevitable recaída. Identificamos el verano con las vacaciones, porque a la hora de resumir gana la llamarada optimista de nuestra voluntad, lo mismo que en los juegos de azar y en los cambios de moneda gana siempre la banca. Y la verdad es que en el verano se esconden también las ciudades irrespirables, el calor sin vacaciones, las oficinas desmanteladas, la cuesta arriba de los regresos, esa amargura capaz de envenenar el placer cuando la conciencia del tiempo aparece en mitad de la fiesta, señala los relojes y tacha los días en el calendario. La vuelta al trabajo es muy veraniega, tan veraniega como una nadadora en los mares del Sur.

Gracias a las metonimias de la imaginación, el ser humano puede intuir que es un animal inteligente. Como nuestro saber no ha conseguido todavía inventar un paraíso aceptable, nos consuela llegar a descubrir las mentiras que acechan en los paraísos artificiales. Espiamos por el ojo de la cerradura para engañarnos primero, desengañarnos después, y pensar así que la lucidez del desencanto confirma nuestra inteligencia. No tenemos arreglo.

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