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A PIE DE OBRA
Columna
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Howard's end

Marcos Ordóñez

- 1. Marber estrena. Patrick Marber es, para mi gusto, el dramaturgo más interesante de la última hornada de autores británicos. Acaba de presentar en el Cottesloe su nueva obra, Howard Katz, que cierra, según sus palabras, una trilogía sobre la vida contemporánea en Londres. Una trilogía cuyas piezas no pueden ser más distintas, y que comenzó también en el Cottesloe (su teatro-residencia), en 1995, con Dealer's choice y siguió con Closer (1997), su lanzamiento internacional. (Tamzin Townsend estuvo a punto de montarla en el Poliorama, hará un par de temporadas, pero a última hora saltó de programación). Dealer's choice transcurría durante una larga partida de póquer, una noche de domingo, en un restaurante del Soho, y su eje era un enfrentamiento entre padre e hijo. En Closer, el arco temporal se abría hasta abarcar un periodo de cinco años para contarnos las difíciles relaciones amorosas entre cuatro personajes: Alice, una stripper; Dan, un joven escritor adicto a Internet; Larry, un dermatólogo solitario, y Anna, una fotógrafa a lo Sophie Calle.

Howard Katz es el nombre del protagonista de la tercera obra, un abrasivo, anfetamínico agente teatral judío que poco después de cumplir 50 años ve como su vida entera salta por los aires. La función es un regalo para Ron Cook, su protagonista, un motor de cuatro caballos y uno de los actores fetiche (Secrets and lies, Topsy-Turvy) de Mike Leigh. Esta comedia desesperada quizá no tiene el gancho argumental de la partida de póquer de Dealer's ni la compleja arquitectura emocional del cuarteto de Closer, pero a mí me ha seducido muchísimo más, aunque hay que decir que la crítica londinense le ha pegado un palo de aquí te espero. Ha escrito que el personaje de Katz no tiene excesivo interés, que la trama se disgrega y que los restantes personajes no tienen el calado de sus obras anteriores. Yo pienso, por el contrario, que el personaje central está admirablemente dibujado, que bombea energía dramática, y que es la obra más fluida de Marber, la más madura y menos artificiosa, y también la más esperanzada, cosa que tiende a verse como una debilidad: los críticos ingleses suelen arrugar la nariz ante las comedias contemporáneas que no acaban con una violenta afirmación nihilista.

- 2. Lear en el Soho. La función comienza en el banco de un parque, donde un hombre con barba de varios días, una jamulka en la cabeza y un abrigo raído cubriéndole el cuerpo se dispone a suicidarse. Ese hombre con aspecto de vagabundo es Howard Katz, y un año atrás era el rey de su pequeño mundo. La noche anterior ha decidido increpar a Dios y jugarse su vida con él al blackjack en un casino del Soho: si pierde la partida, se matará; si gana, pospondrá su suicidio. Ha perdido la partida, y cuando amanece el nuevo día, se encuentra con un joven que le observa y está a punto de robarle. Katz abre un ojo, le dice que no le queda ni una libra y le regala su reloj. El banco, montado sobre un giratorio, comienza a dar vueltas. A los sones de una música tradicional judía que sirve de puente entre escenas, interpretada al violín y a la guitarra, en torno a Katz van apareciendo los personajes de su vida. Ese movimiento en círculos, de carrusel obsesivo, que hace que una escena muerda la cola de la siguiente, y esa música, melancólica y a la vez alegre, marcan a la perfección el tono y la estructura de la comedia. Todo sucede en la cabeza de Katz; es una evocación -y un balance- de los acontecimientos que le han llevado hasta ese banco del parque.

Conocemos, retrospectivamente, a sus padres; él era un barbero (Trevor Peacock) locamente enamorado de una mujer de la misma edad que su esposa (interpretadas ambas por la misma actriz, Cherrie Morris) a la que, sin embargo, no se resignó a abandonar; fue la amante, en cambio, quien le dejó a él. Los padres de Katz aparecen en su recuerdo en vida, en imágenes del pasado, o bien como fantasmas benévolos, que han encontrado la calma pero se sienten impotentes para sacar a su hijo del laberinto concéntrico en que se encuentra. 'Nunca creíste en nada', le dice el espectro de su padre, 'así que es normal que no sepas quién eres ni lo que deseas'. Vemos a Katz en su trabajo, el principal motor de su vida, y en su vida privada, cada vez más alejado de familia, hasta que su esposa -uno de los mejores personajes femeninos del teatro de Marber- acaba por irse con otro: 'Tu vocación para la felicidad', le dice el sardónico Katz a su esposa, 'puede resultar muy deprimente'. Conocemos también, en una escena espléndida, a la mujer por la que su padre perdió la cabeza, y a la que Katz arroja, rabioso, todas las cartas de amor de su padre.

La comedia no es tanto un relato de lo que esos personajes -padres, esposa, hermano, amigos, relaciones laborales- 'le han hecho' a Katz, como de la forma en que él se ha comportado con ellos; cómo los ha ido perdiendo, cómo se ha alejado de sus existencias por una insatisfacción profunda que le ha hecho vivir su vida como si su corazón fuese una bomba de relojería a punto de estallar.

Cínico, duro, arrogante, ególatra, asqueado de sí mismo, Howard Katz lo tiene todo para que su drama personal nos importe un pimiento, como señalaba el crítico del Daily Mail. No es, desde luego, un personaje simpático. Sin embargo, su negrísimo sentido del humor, su vulnerabilidad secreta, su furiosa energía neurótica y su casi cósmica confusión nos lo hacen muy próximo.

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Howard Katz tampoco es una obra social ni un diagnóstico de nuestro tiempo, y de ahí quizá provenga la extrañeza última de los críticos. Katz no es el portavoz de una minoría acechada; no vive su judaísmo como una carencia (es judío, y punto): él es su mayor enemigo y su principal víctima. Es un antihéroe furioso porque no comprende lo que le está sucediendo; su viaje a través de la ira nos hace pensar en un rey Lear de barriada, que ha de enfrentarse con su soledad, con su vacío existencial y con su entrada en la edad madura. Una espléndida función, y una espléndida mirada sobre la crisis de madurez, inusual en un autor tan joven como Marber.

P. D. La semana próxima, Grec a tutiplén. Mis primeras citas: Don Juan; Unes Polaroids explícites en el Lliure, y la gran China Zorrilla en el Convent de Sant Agustí.

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