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La corrupción existe, hay que afrontarla

El problema de la corrupción ha vuelto a saltar a las páginas de los periódicos, como viene sucediendo de vez en cuando. En ocasiones debido al conocimiento de un nuevo escándalo, hoy en relación con la actitud general que, en el plano internacional e interno, adopta nuestro Gobierno en la lucha contra la corrupción. Bien es cierto que no existe ahora -y por fortuna- la crispación política que contribuyó hace unos años a que la opinión pública percibiera la gravedad del problema. Pero eso no quiere decir, ni mucho menos, que la corrupción haya desaparecido, ni siquiera que se hayan logrado sustanciales avances en la lucha contra ella.

Tampoco es fácil saber si hay hoy más o menos corrupción que en el pasado. Eso es algo muy difícil de medir y de probar y, a falta de análisis rigurosos, que brillan por su ausencia, lo que al respecto se viene diciendo pertenece al ámbito de la diatriba política cotidiana, en la que cada cual calla o minusvalora la corrupción propia y magnifica la ajena. Es preocupante, sin embargo, que mientras tanto la corrupción se pueda ir instalando como un hecho igualmente cotidiano, que puede llegar a ser contemplado por amplios sectores de la ciudadanía como algo casi irremediable y con lo que hay que resignarse a convivir. De hecho, la corrupción es un problema patológico y estructural de nuestras sociedades y de nuestros sistemas políticos, como el paro, el tráfico de drogas y otras formas de delincuencia. En algunos países (de Iberoamérica y del este de Europa, sin ir más lejos) se ha convertido ya en un verdadero cáncer, que mina sus posibilidades de desarrollo económico y político. Pero, sin llegar a tales extremos, ningún país está libre de este problema, dado que tiene algunas causas profundas y comunes, la principal de las cuales es la pérdida de los valores del servicio público y la identificación exclusiva del éxito personal y colectivo con el lucro y el beneficio económico a cualquier coste. Por eso no puede extrañar que en todas partes, en mayor o menor medida, haya quienes intenten aprovecharse de su cargo público en beneficio propio o de los suyos, sean parientes, amigos o correligionarios. Y en esto consiste la corrupción.

No obstante, hay algo que diferencia claramente a unos y otros Estados en este terreno y ese algo tiene que ver justamente con las medidas que se adoptan para combatir la corrupción. Siendo un mal extendido y grave, es preciso conocer sus causas y sus manifestaciones, evaluar su alcance y adoptar las decisiones que permitan acotarlo, prevenirlo y reprimirlo. Desde hace casi una década este ejercicio viene practicándose en los más importantes Estados europeos y en el seno de la propia Unión Europea. Franceses, ingleses, inclusive los italianos han elaborado durante los últimos años estudios e informes oficiales sobre la prevención y la lucha contra la corrupción, al igual que lo ha hecho la Unión Europea a través de un Comité de Sabios creado al efecto. Todos ellos han identificado las causas remotas e inmediatas del problema y los ámbitos sensibles (por ejemplo, la gestión urbanística, la contratación pública, algunas actividades inspectoras, la distribución de ciertos subsidios o subvenciones...). Han propuesto y han puesto en práctica medidas legislativas, organizativas o de gestión política y administrativa: leyes penales disuasorias, reforzamiento de los controles contables y de legalidad internos y externos sobre las administraciones públicas (en especial sobre las administraciones locales y organismos autónomos), creación de servicios centrales y oficinas especializadas en la lucha contra la corrupción, asignación de mayores medios a las fiscalías y a los órganos judiciales y de control, aprobación de códigos de conducta rigurosos para autoridades y funcionarios públicos, registros de intereses, etc.

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Nada o muy poco de esto se ha hecho últimamente en nuestro país. Por el contrario, hay aquí un manifiesto contraste entre lo mucho que se ha hablado y se habla de corrupción y lo poco que se hace para combatirla. Basta recordar que las últimas reformas legislativas con esa finalidad, Código Penal incluido, se adoptaron al final de la etapa de los gobiernos socialistas y de esa misma época (1995) es la creación de nuestra única institución especializada, la Fiscalía Anticorrupción, sin que desde entonces se hayan adoptado siquiera normas para reforzar su estructura ni se hayan incrementado sus medios personales y materiales.

Sin duda esta pasividad guarda relación con el discurso oficial que sobre la corrupción viene manteniendo la mayoría hoy gobernante. Las denuncias de corrupción fueron uno de los pilares de la estrategia opositora del Partido Popular. Pero una vez en el Gobierno ha aplicado una concepción maniquea del problema, como si una vez producido el cambio de mayoría política hubiera quedado conjurado o reducido a peccata minuta. No hacía falta mucha perspicacia para imaginar, desde hace tiempo, que no sería así. Pero los hechos vienen desmintiendo de tal manera ese discurso que carece ya de la más mínima fuerza de convicción. Quizá por eso se ha ido sustituyendo paulatinamente por una amenaza, velada o explícita, al principal partido de la oposición de 'tirar de la manta', con el objetivo de convertir el problema de la corrupción en un tema tabú.

Esta última estrategia es en sí misma perversa, pues además de suponer una implícita confesión de que el problema existe, niega a cualquier persona o institución la legitimación política y moral para afrontarlo. De donde se sigue la ausencia de cualquier medida legislativa o administrativa y de cualquier iniciativa que no sea la de arropar dialécticamente el propio discurso oficial y salvar las apariencias. Claro que en este clima de inanidad los políticos y funcionarios corruptos, por pocos que sean, pueden sentirse reconfortados y alentados y la situación puede deteriorarse progresivamente hasta parecerse -quién sabe- a la de los peores momentos.

La lucha contra la corrupción debe ser una política permanente en cualquier Estado de Derecho, para la que deben arbitrarse sin excusa los medios apropiados y suficientes. No entenderlo así y concebirla en cambio, por motivos partidistas, como una simple reminiscencia del pasado es un error y un grave riesgo. Un planteamiento que nos aleja del centro de gravedad de la Unión Europea y nos aproxima, lamentablemente, a países con democracias y sistemas políticos mucho más débiles.

Miguel Sánchez Morón es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Alcalá.

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