Escena
Hacía muchos años que no pisaba Gante. Al entrar en el baptisterio de San Bavón para ver el retablo del Cordero místico, me sumé a un grupo de finos turistas americanos. Habían contratado un guía privado, un profesor muy tronado, canoso, con grandes bolsas bajo los ojos y la barriga de bebedor desbordada sobre el cinturón. Sus explicaciones, sin embargo, eran precisas, exactas. Hablaba con suave voz de barítono, de espaldas a la pintura, e indicaba las figuras con inclinaciones de cabeza.
Al concluir su disertación, resumió la historia del retablo en tonos cada vez más sombríos. Dijo que, seiscientos años después de ejecutada la pieza, ya no sabemos si su autor fue Jan o Hubert van Eyck, ni si la figura principal es Dios Padre o Cristo resucitado, ni si el grupo de la izquierda (que además es una copia) son los Jueces Íntegros o el de la derecha los Peregrinos Occidentales. La tabla había sufrido tantos robos, incendios, particiones, quebrantos y restauraciones que apenas si quedaban unos pocos centímetros de la pintura original. En fin, lo que veíamos era una ilusión, un sueño. Sólo algo era indudable, los retratos de Jucodus Vyd y su esposa, el matrimonio que había pagado aquella maravilla y que figuran en el reverso del retablo. Eso era lo único real y verdadero, que Jucodus lo había pagado.
Al llegar a este punto, frunció el ceño, miró de hito en hito a los americanos, gente de extrema riqueza, y añadió con voz atronadora: '¡Dios ama y protege a los ricos cuando hacen buen uso del dinero!'. Los americanos inclinaron la mirada como colegiales cogidos en falta. '¡Sólo si hacen buen uso del dinero!', repitió empinado de puntillas como un predicador del lejano Oeste. Inquieto, el funcionario de la taquilla asomó la nariz y el guía se sosegó. 'Seiscientos años. Piensen en ello. Lo único imperecedero, la única verdad entre tanta mentira'. Los americanos salieron cabizbajos del baptisterio.
Vi más tarde al guía, abatido y avejentado, contando las propinas a la puerta de una taberna. Miró luego el cielo azul y borrascoso de Gante, se subió el pantalón y entró a echar un trago. Me recordó a algún columnista. Quizá a mí mismo.
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