Grand Prix
La televisión ha cambiado nuestras vidas, qué duda cabe. En la sala de prensa del paddock, los periodistas siguen atentos el gran premio de motociclismo por los monitores. Tras la cristalera que da a la recta de tribuna pasan como un suspiro las balas de colores, pero ellos siguen atentos a las pantallas. Saben que el ojo humano, por muy profesional que se pretenda, nunca puede cazar detalles como los que va a proporcionar el Gran Hermano: ese adelantamiento al límite, ese pique entre dos ases, ese extraño de la moto que acaba, o no, en caída. Los informadores sólo abandonan sus pupitres cuando se da la salida, actitud que parece tener más de homenaje a la vieja profesión que de gesto realmente útil, pues tras la estampida es imposible distinguir quién se ha colocado primero.
Un gran premio se parece poco a un Grand Prix: el primero lo dan por la 'tele', el segundo sólo puede vivirse oliendo gasolina
Sí, el gran premio pertenece a la televisión. Pero el Grand Prix, en directo, sigue siendo cosa de moteros. Gente rara, ya se sabe. Gente que a primera hora de la mañana mira al cielo para adivinar si va a llover, pone en marcha su hierro más o menos poderoso, se pone el casco y se lanza a la autopista, en dirección a Mollet. Curiosamente, en el peaje nadie cobra a las motos. Será que los empleados se han hartado de intentarlo sin ningún éxito cada vez que hay carreras en Montmeló. Gente indisciplinada y gregaria, los moteros: cuando se juntan los domingos les da por sentirse adolescentes aunque pasen de los sesenta.
La llegada al circuito tiene una grandeza épica: hay que abrirse paso entre retrovisores hasta ganar la plaza de aparcamiento. Empieza en ese punto el reino de la acreditación: póngase la pegatina en lugar visible, cuélguese del cuello la tarjeta, etcétera. El distintivo verde concita el respeto de los jóvenes guardianes de las puertas, que casi se cuadran al verlo.
El paddock es un universo que aspira a cierto aire lujoso, pero que se sabe circo provisional. Grandes trailers aparcados, bares de fortuna para atender a los clientes, cada uno de ellos con señoritas de bandera dando la aparente bienvenida. No hay superficie que se divise en el horizontye sin una marca grabada en alguna parte. Los mecánicos y organizadores zigzaguean entre los peatones a lomos de unas nerviosas motos amarillas. De vez en cuando aparece un piloto de camino a su motorhome: traje ceñido de hombre anuncio que obliga a caminar con las piernas arquedas, como los cow-boys.
Por fin el asfalto, la parrilla de salida. Huele a dos tiempos, aceite y gasolina. La megafonía, que se escucha con dificultad, anuncia el paseo de una bella que va a conocer las emociones del circuito rodando de paquete con un piloto profesional. Imposible descifrar quién va bajo ese casco y dentro de ese traje, pero del paisaje femenino reinante sólo cabe esperar lo mejor.
Por fin la salida de 125 centímetros cúbicos. Hay una pantalla gigante a lo lejos, pero el sol de la mañana no contribuye a su mejor visión. Es preferible el transistor: por la frecuencia 88.7 comentan en directo la jugada (incomprensiblemente, durante la carrera de 250cc emiten un programa de salud que nada tiene que ver con las motos). Pero todo eso importa poco: la emoción está en ver pasar a Toni Elías como una flecha obstinada tras la rueda de Cecchinello. Los moteros, gente rara, le aplauden a su paso, aunque es poco probable que a 300 kilómetros por hora el chico se entere de nada. En la última vuelta la joven promesa llega a colocarse primero y eso basta para que la grada se inflame, aunque al cabo el italiano se lleve el gato al agua.
Lo mejor llega con los 500 centímetros cúbicos. Ese niñato impertinente, con patillas y pendiente de pirata, Valentino Rossi, enciende como nadie el alma motera porque la lleva puesta desde que nació. Se ha despistado en la salida, ha llegado a colocarse en el puesto 17º, pero luego remonta y gana como quien va a por tabaco, el muy cabrón. Sete Gibernau, que aguanta buen trecho en segunda posición, mantiene viva la afición local, aunque acaba quinto. En cambio, Crivillé pasa en solitario, como el caballero de la triste figura. Los moteros le lanzan gestos de urbano para que acelere, entre el ánimo y la coña más cruda.
En la conferencia de prensa tras el podio, un periodista pregunta a Max Biaggi, segundo clasificado, por un pequeño corte con sangre que lleva en la mejilla izquierda. '¿Sangre, dice? Habrá sido un mosquito...'. No, no ha sido un mosquito. Todo el mundo sabe que poco antes de entrar en la sala de prensa se ha zurrado con Rossi, el cual, a su lado, mira hacia otro lado. Cosas de moteros: gente rara que se pica a menudo y luego mira a otro lado.
La salida del circuito vuelve a ser un hervidero. Un mar de motos aguarda la vía libre, los jinetes con el casco en la mano, pues el calor aprieta y el polvo molesta. Una pareja de mossos d'esquadra conmina a una chica a que se cubra. También son ganas: de inmediato se arma la marabunta de cláxones. Cuando van en tropel, buenos son los moteros con los guardias. Y si esos guardias son mossos, entonces el lío puja para Guinness.
Gente rara, los moteros, adolescentes de domingo que no dudan en atormentarse los tímpanos en un circuito de carreras y que, llegado el lunes, acompañarán a sus hijos a la escuela en sus monturas sin aguardar a que cumplan 12 años. Gente rara que prefiere estar en el Grand Prix antes que ver el gran premio por televisión, aunque es posible que muchos hayan puesto el vídeo a trabajar para disfrutar en diferido con las diabluras sobre dos ruedas de su niñato preferido.
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