Cazadores de adicciones
Hace poco conocí a un cool hunter (CH). No es un bicho, ni un nuevo modelo de lavadora, y tampoco una marca de tabaco inocua o un ecologista sofisticado, sino un individuo o individua, más que una persona, que ejerce una profesión de la última generación: crear entusiasmos, adicciones y, por fin, consumo fiel.
La expresión cool hunter es intraducible, pero todo el mundo entiende que se trata de alguien experto en identificar, buscar, perseguir y, tras ardua aventura y batalla, cazar no lo más nuevo ni lo más creativo que puede encontrarse sobre la faz de la tierra, sino lo que más puede atraer al consumidor. Es decir, lo que más dinero puede dar. Eso es lo cool: lo que se lleva, lo que se desea, medido en dinero. Una vez cobrada la pieza -identificada la futura adicción-, el CH la pone en venta, la introduce en el circuito comunicativo y comercial, lo que llamamos mercado, y la novedad cazada se populariza. Lo cual, desde luego, significa no tanto que deja de ser novedad -si lo era en algún momento, porque esos expertos creen que casi todo está ya inventado- como que se convierte en un gran negocio. Son, pues, especialistas en redescubrir y reinventar.
El cool hunter que conocí hablaba cinco idiomas, viajaba por todo el mundo, estaba al tanto de las cosas más variopintas -desde la Bolsa de valores hasta las playas de moda, pasando por los últimos detectores de problemas dentales-, trabajaba, entre otros clientes, para una revista de modas internacional y provenía del mundo de la publicidad. Me explicó que su verdadero éxito consistía en 'hacer adictos y mantenerlos', que es algo muy difícil en un mundo de escépticos, descreídos, lunáticos, solitarios, desconfiados, desafectos y mutantes.
'El adicto', me dijo, 'es aquel que se identifica con un relato, con una historia. Ésa es la razón última de su adicción. Cuando uno se identifica con algo actúa como un vampiro. De eso se trata'. El adicto, pues, chupa, engulle, deglute, mientras su deseo nunca se sacia porque vive una historia, lo cual es mucho más adictivo que estar colgado de una marca o de un eslogan. Me señaló que los productos de éxito, ahora mismo, son aquellos que ofrecen un relato: un coche ya no es un coche sino una novela, concluí. Ya no se lleva, pues -intuí-, la competencia entre objetos, o entre políticos, sino entre novelas.
Según lo que me dijo el CH -que, aparte de sus idiomas y gustos, parecía una persona sumamente vulgar-. creí entender que para garantizar el perpetuo deseo nada mejor que una buena historia a lo clásico: con planteamiento, nudo y desenlace. Me puso el ejemplo del ordenador: una máquina que es mucho más que una máquina, casi un compañero, una pareja, un interlocutor y, por tanto, una promesa de vida, que incluye 'crisis y éxtasis' (éstas fueron las palabras que utilizó). Cuando le dije que la televisión ya pasaba por ser 'el amigo del alma', el CH me miró como si le hablara de la prehistoria y aseguró que el ordenador tiene la ventaja de que solicita de uno mucho más que la atención pasiva de la televisión. 'El ordenador', dijo, 'espera respuestas: tú eres protagonista de la historia. Para el ordenador, tú eres realmente Gary Cooper o Ava Gardner', concedió. Y añadió: 'Es lo que llamamos una categoría eléctrica'. En aquel mismo momento, qué casualidad, se fue la luz y el CH apostilló: '¿Lo ves? Todo forma parte del suspense de la historia'.
Entonces comprendí que no hay que descartar que en el futuro nos volvamos también adictos a los apagones que dan tanto sabor a la vida. Como en California, bendijo el CH. Y nos felicitó por la modernidad española. Por cierto, el CH acabó confesando que lo que más le interesa de la España de hoy es José María Aznar.
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