El derecho a la información
Soy lectora habitual de EL PAÍS desde la aparición de sus primeros números. El pasado día 24 de mayo me dirigí a sus oficinas para adquirir un ejemplar atrasado, a la hora exacta en que sus trabajadores comenzaban a concentrarse ante sus puertas, una vez más, en señal de repulsa por el último atentado terrorista consumado contra un compañero, el director financiero de El Diario Vasco. Silenciosamente, la práctica totalidad de la plantilla ocupaba las aceras: personal de redacción, administrativo, de talleres, de limpieza... Un único elemento faltaba para completar la representación testimonial: sus lectores fieles y anónimos.
Inmediatamente comprendí que me competía a mí tal responsabilidad y, con mi ejemplar atrasado debajo del brazo, me sumé como un miembro más de su familia editorial al silencioso y digno gesto. Me espoleaba la idea de que todas aquellas personas, para mí desconocidas, que con emoción contenida se desplegaban a ambos lados de la calle de Miguel Yuste y que habían acompañado con su trabajo diario mi peripecia vital de los últimos 25 años, contribuyendo a mi formación, opinión y sentido crítico; informado siempre, entusiasmado a veces, divertido mucho y, por qué no decirlo, decepcionado en ocasiones, arriesgaban su vida, junto a muchos otros, por el simple ejercicio del sagrado derecho a la información. Durante cinco minutos, percibí de manera física la simbiosis que se establece entre un buen medio y sus incondicionales y me sentí orgullosamente una con este periódico y su ideario que en grandísima medida es el mío y el de los míos.
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