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Tribuna
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¿Qué hacemos en las universidades?

Gobernar es una de las cosas más difíciles que hay. Estoy consciente de los esfuerzos que los responsables de las universidades hacen para intentar adaptarse a un mundo en rápido cambio mientras tienen que esforzarse en mantener una relación institucional correcta y cooperativa con unas Administraciones, las que sean, cuyas intenciones son a menudo bastante intranquilizadoras, y mantener contento a su personal, a los sindicatos y a un entorno social que escasamente comprende la naturaleza de sus problemas. Toda mi simpatía y compasión por los que están en tan arduas tareas.

Pero una universidad no es sólo su equipo de gobierno. La comunidad universitaria también tiene sus responsabilidades y la marcha de la institución no depende sólo de las fatigas de sus gobernantes; también hay muchas cuestiones importantes que dependen del profesorado; de sus convicciones, valores, actitudes, hábitos y todo lo que, en conjunto, determina sus actuaciones y sus omisiones. Y debemos preguntarnos: ¿Qué hacemos en las universidades?

A juzgar por lo que se oye todos los días, desde fuera parece que todos tienen muy claro cual es la obligación fundamental de las universidades: están para satisfacer las demandas de la sociedad. Tópico común o ingenuo o demagógico, porque todos sabemos que esas demandas no son siempre razonables ni mucho menos. En aras al mejor servicio a esa misma sociedad, lo práctico sería que la Universidad hiciese todo lo posible por satisfacer las demandas sociales cuando son razonables pero sin inhibirse jamás de su función de pensamiento crítico y hasta de su misión educadora cuando no lo son. Seamos sinceros: explicar eso al público es políticamente incorrecto. Demasiado para pedirles a los dirigentes institucionales de las universidades que lo hagan ellos desde su delicada posición. Pero, ¿qué impide que lo hagamos los profesores sin especiales responsabilidades? Sin embargo, nadie parece estar por la labor. Por una parte no rebasamos en nada la media de una sociedad en la que es costumbre hablar de la cosa pública siempre en tercera persona del plural. Por otra, vamos contribuyendo sin querer a su deterioro general.

Y, como educadores, ¿qué hacemos? Solemos concentrarnos obsesivamente en los contenidos de la enseñanza sin recapacitar que enseñando lo mismo se puede educar de maneras muy diferentes. Que lo verdaderamente importante es dar a los estudiantes las claves adecuadas para comprender el complicado mundo que se van a encontrar y saber estar en él. La mayoría de los profesores universitarios hace todo lo que puede como profesional: investiga, a veces en condiciones muy deficientes y enseña su materia lo mejor que puede. Y la mayoría lo hace bastante bien; muchas veces con gran dignidad. El problema no está en su capacidad técnica, que suele ser buena, sino en enfocar su función docente con exclusiva atención a la preparación técnica de los alumnos. Tomemos como ejemplo la enseñanza de las ciencias.

El primer mensaje que deberían recibir los estudiantes de ese sector es que se van a preparar para una profesión que puede ser un instrumento muy poderoso en manos de los que tienen el poder en el mundo, influye enormemente en la vida de la gente y tiene un inmenso potencial de hacer mucho bien o mucho daño. Que no se pueden separar las cuestiones éticas relativas a la investigación de las relativas a sus aplicaciones o a sus posibles consecuencias. La capacidad de acción de la ciencia en el mundo ha llegado tan lejos que la formación de un científico debería incluir también una formación en ética científica basada en principios claramente enunciados. Y como no se pueden analizar los problemas éticos de la ciencia sin tener una idea adecuada de su naturaleza en cuanto a actividad que ocurre dentro de la sociedad, hay que concluir que no basta con enseñar ciencia. Es también necesario enseñar algo acerca de la ciencia, de su relación con los juegos de poder y de intereses, así como con la cultura social y política en la que está inmersa. Incluso de una historia de la ciencia planteada desde esta perspectiva.

Claro que esto plantea problemas prácticos de horarios; incluir unas cosas significa renunciar a otras. La pregunta es qué es más importante. Yo no tengo duda. Y creo que ésa sí que sería una buena manera de servir a la sociedad. Aunque nadie nos lo pida.

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Federico García Moliner es catedrático de la Universidad Jaume I y Premio Príncipe de Asturias de Investigación.

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