La editora nómada
Nicole Canto vive en Barcelona, es parisiense y tiene una editorial en Granada, tres cosas aparentemente incompatibles. La editorial se llama Zoela, que suena a exótico nombre de diosa pero no es más que el cóctel entre los nombres de sus hijas, Zoe y Lola. Fundada hace poco, se propone lo mismo que otras pequeñas editoriales: dar a conocer a autores ajenos a la industria pesada del libro. Para eso hay que tener mucha energía y esa dosis de imprudencia que diferencia a los que hacen cosas de los que se dedican a criticarlas. Para qué nos vamos a engañar: abrir una editorial literaria en los tiempos que corren es una locura. Hay tantas que todas opinan que hay demasiadas.
Para crear adicción entre sus clientes, Zoela ha aterrizado en las librerías con las novelas El cuentista, del americano-andaluz Paul Hecht, y Morituri, de Yasmina Khadra, seudónimo femenino de un ex comandante del ejército argelino llamado Moulessehoul. Nada es, como ven, lo que parece. Por lo menos en Zoela. Aunque viva en Gràcia, Canto dirige una empresa de Granada, ciudad a la que llegó tras unos rodeos que se las traen. Remontando su agitado río vital, llegamos a la Argelia preindependiente y a una familia de origen alicantino y balear. 'Al apellido Cantó se le cayó el acento por el camino', dice. Pero vamos por partes. Ella nació en Argelia, como sus padres. Al igual que tantos miembros de la comunidad pied-noir, después de la independencia su familia emigró a la meca del exilio: París ('la magia de París es que se trata de una ciudad de exiliados'). Nicole tenía nueve años y se pegó un tortazo que, con los años, ha suavizado con el elegante eufemismo de 'choque cultural'. Enseguida descubrió que ser pied-noir equivalía a ser un paria según la intolerante normativa vigente que discriminaba a todo aquel que no fuera azul, blanco y, en el peor de los casos, rojo.
Nacida en Argelia, Nicole Canto se fue a París de niña. Hoy vive en Barcelona y dirige una editorial en Granada
A los 14 años, entre las muchas posibilidades de crisis, eligió la búsqueda de los orígenes de esa España que rellenaba el espacio entre su país y su tierra de adopción: 'Un país en el que todo llega tarde y en el que, quizá por eso, todo se procesa mucho más deprisa'. García Lorca y el flamenco suelen ser los contagios más comunes y Canto se dejó seducir por aquel embrujo, una buena pista para entender que, al cabo de los años, viviera en Granada o, como ahora, en Barcelona, y descubriera el puntazo literario de tipos como, por ejemplo, Gómez de la Serna. Estudió historia y empezó a trabajar en una tesina sobre la mujer en la República. Para documentarse, viajó a Barcelona. Eran los viejos tiempos. Como dice Gonzalo Suárez, ni mejores ni peores, simplemente viejos. Vistos con esa distancia que sirve para convertir en selectiva la memoria, a Canto le da la impresión de que la ciudad de la década de 1970 era más efervescente que la actual, aunque se resiste a emitir un diagnóstico definitivo: 'La veo más cerrada que a mediados de los setenta, pero me resisto a tener esta opinión porque he aprendido que las cosas requieren su tiempo'.
Sigamos: la noche de los últimos ejecutados por el franquismo Canto participó en algunos disturbios solidarios y parisienses. El radicalismo propio de una juventud politizada que, en su caso, parece tener más de modelo vital que de ideología. Viajes, vocaciones que se multiplican alrededor de la escritura, el activismo multicultural (Unesco y Quinto Centenario incluidos) y otras formas de gasolina para el alma. Y, hace unos años, un viaje a Granada. 'Iniciático', dice, que es el modo más sofisticado de definir lo que ocurre cuando uno se larga y lo deja todo sin saber exactamente por qué. Canto llegó al Sacromonte con sus dos hijas y esperó a que ocurriera algo. El flamenco, la ciudad, ese tiempo eternamente detenido que facilita un tipo de ocio peculiar de Granada la sedujeron casi tanto como la costumbre, impensable en otras zonas menos generosas del planeta, de regalarte una tapa con cada bebida. A través de unos amigos, descubrió a Paul Hecht, localmente conocido como Pablo el americano, un hispanófilo marginal que, tras 30 años viviendo en Granada, era capaz de, según su editora, 'combinar la guasa gitana con el humor judío'. La mezcla es una novela que termina por bulerías y con dos frases que saben a zapateado: 'Es un milagro, pensé. Y me dormí'. El otro libro del catálogo de Zoela, en cambio, escrito por esa falsa argelina con alma de macho ex militar, empieza de un modo más intenso: 'Sangrando por los cuatro costados, el horizonte pare con cesárea una jornada que, al cabo, no habrá merecido la pena'. Es una novela negra pero, como todo lo que tiene que ver con Zoela, no es sólo una novela negra. O, por lo menos, eso cree Canto: 'La novela negra te permite acceder de un modo mucho más directo a realidades diferentes. Es un género universal y a mí me interesan mucho sus modalidades más desconocidas, esas novelas negras de Rusia, África, Japón. Son, en el fondo, un laboratorio de creación literaria que, paradójicamente, encuentran en el género una mayor libertad y una forma de huir del exceso de academicismo'.
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