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Columna
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Alto el fuego

Fue estupendo. Se levantaron a las nueve o las diez, echaron unas latas de conservas y unas botellas de cerveza en la nevera de plástico y subieron al coche con rumbo hacia la sierra. Era sábado, y los sábados de junio suele haber retenciones de trafico, pero la montaña está a dos pasos de Madrid y, con atasco y todo, antes del mediodía se plantan con todo el equipo en territorio salvaje. Buscaron un árbol frondoso, uno muy cerquita de la carretera bajo cuya generosa sombra pudiera aparcar el vehículo y montar el tenderete campero. Allí extendieron la manta vieja, las sillas de tijera y la mesa plegable que compraron de oferta en el hipermercado. Aquello sí que es vida: el arbolado estrenando follaje, las piedras cubiertas de musgo, la hierba espigando y el aire perfumado por las aromáticas en floración. Nadie diría que acababan de instalarse sobre un polvorín.

Hay que retroceder casi 90 años en los registros meteorológicos para encontrar un mes de mayo con temperaturas tan elevadas como las alcanzadas en las últimas semanas. El fenómeno se ha producido en el último tramo de una de las primaveras más lluviosas que se recuerdan en nuestra región. Resultado de esa combinación de circunstancias atmosféricas es la explosión de vegetación que exhiben nuestros montes en la actualidad, una auténtica gozada para los sentidos que resulta, sin embargo, extremadamente peligrosa para la supervivencia del medio natural.

Con la hierba a un metro de altura y sus espigas amarilleando dos semanas antes del comienzo oficial del verano, los riesgos de incendios forestales se han disparado hasta niveles históricos. Los responsables de Medio Ambiente en la Comunidad de Madrid están alarmados y tienen motivos para ello. El campo es estopa y basta una sola chispa que avive el viento para desencadenar el temido desastre. La Administración regional ha invertido 3.500 millones, 400 más que el año pasado, para luchar contra el fuego. Casi 2.200 profesionales de distintas áreas intervendrán en la llamada Operación Alto el Fuego. Un nombre de película bajo el que operan bomberos, cuadrillas de retenes y efectivos de distintas disciplinas en el intento de proteger nuestras masas forestales. De su coordinación y eficacia dependerá el que lleguemos al mes de octubre sin lamentar un balance catastrófico. Han pasado ya los tiempos en que la lucha contra los siniestros forestales se fundamentaba en la movilización masiva de efectivos militares y población civil. La experiencia nos dice que la mejor forma de atacar el fuego es prevenirlo por medio de una vigilancia intensiva, con el fin de intervenir sobre las llamas en su fase inicial. En la detección precoz y una acción inmediata están las claves del éxito en la guerra contra el fuego. Es una lección que la actual Administración autonómica aprendió escarmentando en cabeza propia. Del rubor y la desolación que les produjo a los responsables regionales las miles de hectáreas calcinadas en los albores de su mandato surgió la extensión de la red de vigilancia forestal, y sobre todo la flota de helicópteros bombarderos, el instrumento mas efectivo de cuantos participan en la extinción de incendios forestales. Se trata de que cualquier incipiente columna de humo que sea avistada reciba en pocos minutos la visita de uno de estos aparatos voladores preñados de agua. Aunque todo es mejorable, no hay duda de que el sistema funciona. Falta, en cambio, una mayor intensidad e incluso dureza en las campañas de concienciación ciudadana. Son muchos todavía los que ignoran, desprecian u olvidan las reglas de fuego. Son demasiados los que ponen en riesgo de muerte nuestro mejor patrimonio natural.

Sobre la manta vieja, y mientras ojeaban unas revistas, los domingueros se fumaron media cajetilla al tiempo que ensalzaban la pureza de los aires serranos. Una tras otra quedaron humeantes las colillas, que aplastaron contra el suelo sin prestarlas mayor atención. Prendieron después una pequeña hoguera para asar chuletas y bebieron la cerveza que mantuvo fresca la nevera de plástico. Las botellas, al igual que las latas vacías, sirvieron de blanco en el tiro de piedra con que amenizaron la tarde. Sobre las siete recogieron la manta, la mesa y las sillas plegables y subieron al coche. En el camino de vuelta ambos se felicitaron por lo mucho que amaban la naturaleza.

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