Parque temático
La necesidad de captar la realidad social y de hacerlo con economía nos lleva a usar imágenes, ajustadas más o menos a lo que quiere decirse, y que tienen la virtud de abreviar la descripción. Las comparaciones, las metáforas y las analogías son, entre otros, los recursos más utilizados. Los literatos las crean y se sirven de ellas para fines estéticos, pero los pensadores, los historiadores y los científicos sociales no suelen emplear esas herramientas para lograr una bella prosa, para multiplicar la connotación o para arrebatarse con un lenguaje intransitivo. Dicho malamente, no suelen emplearlas para hacer bonito (aunque también), sino que los teóricos y los analistas las usan para dar con una imagen compendiada y eficaz, una imagen que muestra y oculta, una imagen que abrevia lo que expresado de otro modo obligaría a prolijas y premiosas explicaciones.
La del teatro y la del mercado, por ejemplo, han sido históricamente algunas de metáforas más frecuentes. Sin ir más lejos, la cultura del barroco se apropió de estas imágenes y hoy las podemos apreciar en las obras de aquel tiempo como el útil que sirvió para identificar e incluso condenar los vicios sociales. La idea de representación teatral -por tanto, la idea de que cumplimos papeles de un guión escrito o no- se ha reiterado, precisamente por eso, por ser una imagen eficaz y bastante aproximada de lo que hacemos en la vida ordinaria. Eso al menos creen los que la emplean. La idea del mercado no ha sido menos fructuosa, ajustada -se dice- para describir las relaciones humanas, el esencial egoísmo de nuestras acciones, la satisfacción del interés propio que nos sirve de acicate. Una metáfora más reciente es la que identifica la sociedad no con un mercado, sino con un supermercado. El aislamiento del individuo, la soledad estricta en que nos movemos empujando un carrito, la ordenada y variada selección de bienes y artículos, todo eso y más, justifican que se conciba la realidad como una gran superficie en la que ya no hay vida propiamente, en la que los seres humanos discurren en silencio, aislados, sin rumbo y ocupados únicamente de llenar la cesta de la compra. Por lo que yo sé, la imagen que está ahora en boga o, mejor, el recurso más reiterado en los últimos tiempos es el de concebir la sociedad como un inmenso parque de atracciones, como un parque temático, en el que la realidad ya sólo sería copia, reproducción o simulacro en chiquitito, un espacio ordenado, con calles y con espectáculo y sin vida azarosa. Dos de los autores que han hecho célebre este uso de la imagen son Jean Baudrillard y Julian Barnes. El primero es un distinguido sociólogo que está en sus horas bajas; el segundo escribe últimamente unas novelas que nos hacen añorar sus primeras ficciones.
Quisiera rebatir esa metáfora, la metáfora que emplean, el sentido peyorativo que le dan, el significado derogatorio con que la invisten, para defender la legitimidad del parque temático, la felicidad que procura, la diversión sana y sin culpa que nos da, y lo diferente que es -ay- de la vida real. Quisiera, en fin, quitarle al parque temático esa pátina negativa que le han adherido ciertos intelectuales, Baudrillard y Barnes entre otros. Probablemente, eso me condene al infierno de los pancistas, de los integrados que no ven el poder oscuro que habría detrás de una realidad cada vez más odiosa y que sólo perspicaces observadores estarían en condiciones de revelar. Pero a muchos -como a mí también-, nos gusta divertirnos como niños, sin pedir perdón, y el parque temático procura ocio, entretenimiento y algo de aventura, una aventura que dura minutos pero que consigue ponernos los cabellos de punta. Emociones fuertes, sí, pero nada de riesgo temerario, nada de poner en peligro la propia vida. La gente corriente -yo mismo, por ejemplo- lo entiende así y acude masivamente a los parques de atracciones para entretenerse, para pasar un buen rato. ¿Qué les da el recinto para que esa diversión sea tan evidente? Lo mejor que podría decirse del parque temático es que lleva a la práctica la representación hollywoodiense, que es la puesta en escena, en vivo y en directo, de algo que se asemeja a una película que uno ve y de la que participa vicaria pero muy cercanamente. Y no es poca cosa. Para explicarme con mayor precisión me permitirán una pequeña pedantería; me permitirán que aluda a un ensayo de Freud publicado en 1915 y titulado Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte.
Crecemos buscando asiento, defendiéndonos contra la malaventura y contras las desdichas de la vida. La existencia, dice Freud, está llena de renuncias y de asechanzas, la principal de las cuales, la desaparición física, incluso intentamos olvidarla, hacerla invisible. Así, si las cosas no nos van mal del todo, hay en nosotros el riesgo de incurrir en la omnipotencia, de creernos sin freno ni límite. Por eso, tendemos a alejarnos fantasiosamente de la finitud que a todos nos aqueja, del propio óbito que nos espera y que a la mayoría nos parece inimaginable. Pero tantas renuncias y tanto empeño por apartar esa escandalosa evidencia, nos empequeñecen, nos empobrecen la existencia, convirtiéndonos en un personaje del que es posible profetizarlo casi todo. Si la vida es elegir, entonces el itinerario que adoptamos es el descarte de otros cursos de acción probables pero que finalmente hemos evitado, para bien o para mal. Una existencia así, una existencia en la que hemos reducido o excluido las iniciativas más temerarias, llega a limitarnos, a sofocarnos, o, al menos, nos deja con la duda de cómo podía haber sido una vida con peligro o con otras elecciones personales.
Lo bueno de esa ficción gigantesca que representa el parque temático es que nos hace regresar a la infancia y vivir por unos instantes el peligro, lo que no hemos sido ni hecho, la aventura que no nos hemos atrevido a correr. Pero a la vez nos permite superar el riesgo al que voluntariamente nos sometemos, las atracciones que agitan el corazón y aceleran el pulso. Del parque temático salimos satisfechos e indemnes; de la muerte real con que se acaba nuestra vida, no. La vida no es un parque de atracciones, como dicen algunos intelectuales cursis o precipitados. En Terra Mítica, por ejemplo, hay constantemente una banda sonora que ameniza la estancia, un repertorio de músicas, algunas de las cuales parecen partituras de John Williams; en Terra Mítica, hay una brigada de limpieza, discreta pero eficaz, que retira constantemente las inmundicias y las colillas que dejamos caer. La vida -qué quieren que les diga- aún no es así: todavía hay azar, seguimos sin una banda sonora que alegre nuestras penas cotidianas y no divisamos a ese barrendero servicial que se llevará las basurillas que los humanos arrojamos. Ojalá la realidad fuera un parque temático: entonces sí, entonces la meta sería divertirse como niños, divertirse hasta morir.
Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.
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