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OPINIÓN
Columna
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Los pasados

El tiempo es un cuento, y no es verdad que la gente conozca ya todos los cuentos. La realidad cruza por nuestro calendario con una extraña mezcla de artículo de costumbres y de poema surrealista, pero la recordamos como un cuento de límites precisos, bien calculado, en el que cada situación responde al argumento y cada personaje cumple la ficción de su destino. La memoria es un género de ficción, porque traza sus anécdotas entre los olvidos y las manipulaciones, con la ayuda imprescindible de la realidad, que a fuerza de ser ella misma, y de cambiar de piel en la fuga silenciosa de los años, va convirtiéndose en un territorio mágico, en un país que vive al otro lado del espejo, escondido en un cajón como un fetiche familiar o un pasaporte antiguo. Las recapitulaciones de la memoria son un cuento, porque el aire de las escenas evocadas tiene el sello de una burocracia inexistente, la tinta de una frontera desaparecida.

A la hora de meterse en la cama o al entrar en el coche para ir al colegio, Elisa, mi hija pequeña, solía pedirme que le contara un cuento. Las rebeldías infantiles ante el reloj y la disciplina paterna ante las sábanas o la puerta de la calle suelen negociar sus pactos, las infinitas treguas de una guerra perdida, gracias a los cuentos. Caperucita Roja no vive sólo entre un pastel y un lobo, sino también en el bosque arbitrario que separa una impertinencia de un beso. Una noche, después de discutir sobre la conveniencia de meter animales en casa y de explicarle la dificultad que supondría la aparición de un perro en el trasiego familiar, me preguntó que si yo había tenido alguno. Y le conté la historia de Blanco, un perro callejero que amaneció una mañana de domingo en el barrio, husmeando en la cabaña del derribo, y que se vino detrás de nosotros, como una mascota imprevista del equipo de fútbol, para animarnos en el partido contra la Carretera de la Sierra. Estuvo más de un año viviendo en la cabaña, lo vacunamos, le compramos un collar antipulgas, le ofrecimos regularmente el festín de las sobras y algún capricho robado de las despensas, y lo convertimos en un personaje del barrio, uno de los nuestros para ladrar en las peleas de piedras, para desvalijar los armarios del Hospital de la Cruz Roja, abandonado durante años como un perro callejero a la imaginación insaciable de los niños, o para recorrer las alamedas del Genil en busca de libélulas y de tesoros. Blanco desapareció misteriosamente, como había llegado, una mañana de domingo, pero los ojos abiertos de Elisa, su deslumbrada curiosidad, no respondían solamente a la historia del perro, sino a un mundo mágico en el que los niños hacían vida de barrio, jugaban al fútbol en la calle, tiraban piedras, asaltaban hospitales cerrados, levantaban cabañas para guardar secretos y compartían la propiedad imaginaria de un perro. El tiempo se apoya en la realidad para convertirse en una fábula.

A veces me encuentro con los amigos del barrio, y al evocar aquella época compruebo la caprichosa ficción de la memoria, la inestabilidad de lo que se olvida y de lo que permanece en nosotros. Un verdadero cuento. Tal vez por eso, en el pulso de las negociaciones familiares, Elisa me pide ahora que le cuente recuerdos.

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