La diosa y el futbolista
Arrastrado por la marea de bengalas, trompetas y serpentinas, Figo trepó hasta los hombros de La Cibeles. ¿Qué pintaba allí arriba? A sabiendas de su timidez todos habíamos pensado que escurriría el bulto en el hormiguero de la hinchada. Una vez más desaparecería a la sombra de Raúl y cumpliría a regañadientes con el protocolo: se limitaría a levantar un brazo, no como quien pide la palabra sino como quien pide una tregua, daría un suspiro de alivio, y se esfumaría en silencio por los tragaluces del autobús.
Así debía ser si nos remontábamos diez meses. Entonces, el candidato Florentino Pérez, un outsider multimillonario que cometía la extravagancia de concurrir a las elecciones presidenciales, le había tendido una trampa. La oferta tenía una presentación muy atrayente: a cambio de una fuerte compensación monetaria a fondo perdido, le proponía un fichaje que sólo sería efectivo en el supuesto de una imposible victoria. Era el negocio del siglo; a él le proporcionaría una excelente coartada para revisar al alza su contrato con el Barça y, por supuesto, le permitiría comenzar la temporada con un gracioso reventón en la cuenta corriente. Se trataba, pues, de una oferta que no podía rechazar.
Allí, por vez primera, cantó, gritó y participó del espíritu juvenil que movido por la euforia convierte un equipo en una pandilla
Semanas más tarde, Florentino Pérez conseguía la presidencia y Figo estaba atrapado en un lazo de papel. Irrompible, por cierto.
Quizá por eso compareció ante las cámaras de Madrid con el mapa de Barcelona escrito en la cara. Cuando se le preguntó si ya era madridista, respondió que él sólo era portugués. Habría sido inútil que mintiera: todos sabíamos que había hecho un matrimonio de conveniencia.
Sin embargo, más allá de su situación de pretendiente a la fuerza, Luis estaba revestido de su gravedad habitual. Como otros grandes deportistas, siempre había sido un personaje crepuscular. Vivía al amparo de las lunetas ahumadas, en los reservados de los restaurantes, bajo las tulipas de los veladores y, sobre todo, escondido en la máscara rural que comparten los labriegos portugueses del duro Norte. Es una mueca trágica, con su boca arqueada, su cerrada barba de mimbre y su frente dividida por alguna honda preocupación. A ratos parece un seminarista atribulado por una crisis de fe, y a ratos un amante consumido por un desengaño. Pero en el fondo su imagen responde a una vieja tradición: por principio, los jugadores de época son ganadores incondicionales cuya obsesión por vencer conduce al vértigo de la utopía. Cualquier derrota ocasional les condena invariablemente a la tristeza.
Aquel día, antes de bajar del estrado, miró furtivamente a los fotógrafos, sonrió como un cobrador, adelantó su nueva camiseta con la desgana de un banderillero obligado a dar un lance de compromiso, entornó los ojos, y se perdió en alguno de los laberintos residenciales de la ciudad.
Desde aquel momento se empeñó en una delicada campaña de identificación. Disfrazado de madridista tenía una apariencia chocante: el nuevo uniforme, claro y abullonado, parecía quedarle grande. Frente a su compacta figura blaugrana, siempre tubular y oscura, ahora, pintado de blanco acrílico, rodeado de vueltas, pliegues, pespuntes, elásticos, cenefas y galones, era un cuerpo rechoncho de apariencia ondulante y nerviosa.
Parecía estar de prestado, pero en eso se puso a jugar.
Entonces cambió la situación. Gracias al lenguaje instintivo del fútbol, tardó muy poco en conectar con Raúl, Guti, Roberto Carlos y, en fin, con los colegas de mayor talento. Sus habilidades le ofrecían un amplio margen de maniobra. En los días más inspirados recurriría a su buen tacto para el manejo de la pelota; en ese caso parecía sentirse obligado a movilizar todo su repertorio de giros, redobles y zapateados; esos trucos que, interpretados por él o por Zidane, ofrecen la llamativa sugestión de que un tipo está bailando sobre una pelota. En otras ocasiones recurría a su facilidad para transmitir toda clase de efectos maliciosos; enganchaba un amago con un toque, y luego metía en el área alguno de esos balones silbantes que parecen desplazarse bajo el influjo de un viento variable y siempre terminan en la cabeza del delantero centro. Por añadidura seguiría la fórmula Raúl; se integraría sin reservas en el juego defensivo; según situaciones y necesidades, se aplicaría tanto a dar el último pase como la primera patada. Si cumplía estas condiciones, siempre volvería a casa con la aureola de buen compañero. En diciembre había acabado con las últimas resistencias.
Y el sábado, 26 de mayo, después de una contradictoria campaña cruzada por grandes esperanzas y grandes decepciones, encadenó media docena de chispazos, enhebró media docena de regates, recetó media docena de pases de gol y alcanzó su primer título de Liga con el Madrid.
De madrugada descorchó una botella de cava, trepó al autobús y se sumó a la comitiva de los triunfadores. Allí, por vez primera, cantó, gritó y participó del espíritu juvenil que movido por la euforia convierte un equipo en una pandilla. Al final del recorrido se lanzó a la glorieta, levantó los brazos como un agitador profesional y acto seguido se encaramó a los hombros de La Cibeles.
De pronto le rodeó el cuello con una bufanda y, oh, prodigio, le dio dos besos en la boca.
La Diosa no pareció darse por enterada, pero él, a su manera, había tomado posesión de Madrid.
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