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Columna
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Fumadores

Anteayer, con motivo de la celebración del Día Mundial sin Tabaco, un señor llamó a Radio Nacional de España para recordar que 5.000 españoles, por causa de respirar el humo de los fumadores, morían cada año, 'sin tener la culpa'. Lo malo de morir así radicaba, efectivamente, en que te llegara la muerte sin haberla comido ni bebido, sin haber cometido ningún desmán, sin habértela merecido. Porque poco a poco la idea que hemos venido componiendo de la muerte es la de un cataclismo que acaso se podría paliar o conmutar. Si no evitarlo del todo, sí, al menos, trasladarlo hasta un tiempo en que no nos importara demasiado perecer.

Antes de ese momento, sin embargo, lo letal que sobreviene parece hoy una probable consecuencia de nuestra culpa o de la culpa de los demás. Se admite que haya bajas por accidentes de circulación como resultado del progreso, pero siempre, atrás, aparece un error nuestro o del otro conductor. Se investigan las muertes laborales y siempre existen responsabilidades. Hay infartos mortales, pero enseguida indagamos sobre la dieta, la falta de ejercicio, el consumo de tabaco, la culpa del muerto. La ideología de la medicina preventiva ha extendido la creencia de que no sólo la enfermedad puede evitarse, sino el fallecimiento de cumplir las debidas condiciones. Porque ¿de qué iba a morir una persona si, habiéndose protegido y cuidado, dispusiera de buena salud? ¿De viejo? La vejez ha ingresado también en el proceso de lo tratable, prorrogable y ampliable hasta zonas de disipación. Morir muy anciano es desvanecerse en lugar de morir.

La muerte de verdad, la muerte dura y esmaltada, mágica y fatal, ha desaparecido del pensamiento. En realidad, perdido el sentido de trascendencia, la muerte no vale nada. Se muere como un fracaso o un rudo mandato biológico que nos iguala a los animales. Antes, la muerte poseía un precio asombroso. Se pagaba con la vida lo que se recibía celestialmente multiplicado por mil. Pero ¿ahora? La muerte sólo cobra sentido si alguien se la administra a su antojo. Igual que ocurre con la moda del autocontrol vital, la muerte sólo vale si es una voluntad nuestra, y no el capricho de un virus o la mala educación de un fumador.

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