Calixto Bieito sacude Londres con un 'Don Giovanni' de estética 'trash'
El montaje, anunciado para 2002-03 en el Liceo, fue contestado por una parte del público
Nada de burlador sevillano. El Don Juan de Bieito procede de los márgenes de una ciudad mucho más dura que la que baña el Guadalquivir, y si de alguien se burla, en el fondo es de sí mismo. Tampoco seduce a las mujeres: las somete a la fuerza, brutalmente. Un ser, pues, desestructurado, sin personalidad, profundamente despreciable. De tal guisa lo ve Bieito, donde otros han hecho equilibrios en la sutil dialéctica entre instinto y retórica, incardinada en pleno siglo XVIII.
Y si ése es Don Juan, Leporello le sigue muy de cerca, como manda la obra: un boix noi vestido con un chándal del Barça adquirido en una gran superficie que en un arrebato la emprende a patadas con una bufanda del Real Madrid. La visión del género humano no mejora cuando se dirige a las mujeres: Doña Elvira es una rapera bulímica, colgada de Don Juan, que engulle chocolatinas sin tasa mientras Leporello le canta el aria del catálogo, y Doña Ana, una ninfómana con pujos de niña bien que se lo pasa estupendamente tirándose al conquistador en la primera escena.
Bieito no engaña. No ve en la obra ninguna complejidad psicológica, sólo nauseabunda bestialidad: sexo, droga y violencia por los descosidos. Por lo demás, se saca de la manga un final propio: no es el Comendador quien se carga a Don Juan, sino los demás personajes en comandita, cada uno asestándole una puñalada al hígado mientras juntos cantan el plácido y moralizante sexteto final.
¿Tiene todo eso algo que ver con Mozart y Da Ponte? Tal vez no o tal vez sí. Don Giovanni es una ópera imposible: drama 'jocoso', lo bautizaron sus autores. ¿Puede un drama ser 'jocoso'? La hipótesis de Bieito -en el fondo, toda puesta en escena de esta obra es una hipótesis- es que no, que el drama es muy superior al lado cómico. Una interpretación, pues, reduccionista, que en cierto modo niega la perversión original, menos explícita tal vez, pero mucho más afilada. Por ahí sin duda la propuesta pierde. Pero Bieito solventa la pérdida con golpes de teatro geniales que destilan pura emoción. La serenata del segundo acto, por ejemplo: apenas puede acabar de cantarla Don Juan. Ese mundo ingenuo y feliz que dibuja le produce un nudo en la garganta, un destello casi absurdo de humanidad. O el aria del bálsamo que Zerlina dirige a Masetto para reconciliarse con él: en lugar del perdón, surge una tremenda paliza machista. Y hete aquí que música y texto van alejándose cada vez más del espectador, creando un poético efecto de extrañamiento, una nostalgia infinita de la que cuesta mucho regresar. El broche de tristeza lo pone la última cena del conquistador: corn-flakes, palomitas, latas que desbordan unos escuálidos carritos de supermercado, mientras unas muñecas a pilas se contonean ridículamente para animar la fiesta... Comida basura en un mundo basura, mientras lejanamente suena la marcha de Las bodas de Fígaro. La desesperanza llega a oprimir.
La propuesta de Bieito no va a gustar a quienes pretendan reencontrarse con el Don Juan vitalista y despreocupado de toda la vida. Por el contrario, si alguien sigue buscando en el mito el origen de un mal difuso e inaprensible, que trate de no perderse este espectáculo: no le va a dejar indiferente.
Por lo demás, el trabajo actoral con los cantantes es excelente. Gente joven, bien compenetrada: Natah Berg (Leporello), Claire Rutter (Doña Ana), Garry Magee (Don Juan), Philip Ens (Comendador), Paul Nilon (Don Octavio), Claire Weston (Doña Elvira), Linda Richardson (Zerlina) y Leslie John Flanagan (Masetto). Vivaz, aunque a veces descuadrada, la orquesta de la English National Opera a las órdenes de Joseph Swensen.
Babelia
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