Forjas
Al recorrer la ronda norte de Vitoria, aparecen -erguidos, cansados- los restos de la vieja fábrica aún sin demoler. Anochece. El paisaje circundante es horizontal, truncado, como son los paisajes urbanos en la llanura. Las vigas, enormes, soportadas por pilares famélicos y una urdimbre de hierros retorcidos, disipan todos los edificios del entorno. La mirada, hecha a las destrucciones del siglo que se fue y a las imágenes del expresionismo alemán (duras, teatrales, aunque tan ciertas como el Berlín de anno zero), se detiene ante la enorme escultura de hierro, hormigón y cristal. Todo es más tenue y se desvanece ante la gran verdad del cemento; resto de vida, resto de un tiempo que se fue.
Anochece. El lugar va quedando solitario y los coches pasan más espaciadamente. Un anciano gastado, de mirada melancólica, se detiene y observa. Recuerda, quizá, otro tiempo en que su vida giró en torno a estos hierros hoy doblegados, a su cimentación en 1951. Años pasados de trabajo e ilusiones en naves de humo y ruido. Forja, relaminación y acero fino. Tal vez recuerda también aquel 3 de marzo de 1976, en que fueron parteros de democracia. Y las posteriores reconversiones y jubilaciones anticipadas -quizá la suya propia-, contaminación y conflicto, hasta el cierre definitivo. Entre las ruinas camina un operario. Un hombre con casco, buzo y tenaza inmensa. Es un magrebí. Tiempos que se fueron, tiempos que son y tiempos que llegan. A lo lejos, en el barrio de ladrillo y esperanza, una niña se arranca por sevillanas.
Son muchos metros cuadrados de tránsito entre el corazón de la ciudad y la periferia que se expande pletórica entre grúas y actividad constructora. Muchos metros para la ciudad por la que el paisito se rompe por sus comisuras. Muchos metros que fueron de la siderurgia, de hornos y chatarra; espacio agresivo, contaminante, sucio, industrial, impulsor de la primera gran transformación de esa ciudad en los cincuenta y sesenta. Ahora, con los tiempos, desaparece (ya desapareció como espacio vivo) para dar paso a los servicios; a la gran superficie comercial; limpia, transitable, amable con el paisanaje ávido de consumo. Son los tiempos, que no perdonan.
Hoy el lugar está más hermoso que nunca estuvo ni estará. Paisaje esencial y desolado, con gigantescas esculturas hechas de desechos fabriles. Sin embargo, es una hermosura pasajera, una belleza puramente estética para ojos hechos a ver la destrucción del siglo. Por el contrario, ¿dónde quedará la verdadera belleza generadora de vida, de ese pasado inmediato de acero y coraje? ¿Dónde, cuando marchen excavadoras y martillos? ¿Dónde, la memoria de un tiempo que nos ha hecho ser lo que hoy somos?
El movimiento conservacionista en urbanismo es ya viejo. Surgió en Alemania y Austria a finales del XIX, y desde entonces ha adoptado formas variadas. Pero, en esencia, se opone a la deshumanización que implica el diseño haussmanniano de ciudad. Sostiene que la vieja fisonomía esencial del lugar es un monumento que debiera salvaguardarse del cambio radical (pensamiento al que ha sido bastante fiel esta ciudad). Por lo demás, nunca hubo aquí templos de la iniciativa industrial como la fábrica de turbinas AEG de Berlín o la de Fiat en Turín. Pero sí toda una época, que se hizo en torno a la industria. Si se ojea, no obstante, la Guía de Arquitectura de la ciudad, apenas si se descubre nada más que la vieja Azucarera (curiosidad de anticuario). Ninguna otra referencia a la rica arquitectura industrial. ¿Dónde quedará memoria de estas naves de planta longitudinal y pórticos de veinte metros de luz, de hormigón, hierro y vidrio que ocuparon a miles de personas y hoy se derriban?
Mi recuerdo para Forjas Alavesas de Vitoria, y para los miles de trabajadores que pasaron por ella. Y un cuarto a espadas por la conservación de la arquitectura industrial y por el Seminario Internacional que anualmente se congrega en esta ciudad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.