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Una tarde adversativa

La tarde torera de la feria de San Isidro supuso una contrariedad permanente. Todo salía adverso por muchas ilusiones y muy optimistas perspectivas que tuvieran los de arriba y los de abajo.

Los de abajo eran los toreros y los toros, naturalmente. Los de arriba, los aficionados, el público en general y los militares sin graduación.

La rubia del 4, bellísima mujer que se conserva de cine, no estaba, obviamente; pues, de estar, habría sido citada la primera.

Es lista la rubia del 4: se ve que se maliciaba lo que iba a ocurrir.

Y lo que ocurrió fue, precisamente, que no ocurría nada.

Había ambiente, sí -lleno hasta la bandera, sol y moscas- pero entre el sol de justicia que caía y el estrujamiento que ocasiona la angostura del graderío, se sudaba la gota gorda. Había toros de seria presencia, caras foscas, respetables láminas pero estaban fofos, acaso podridos, se pegaban batacazos y acababan somnolientos. Había toreros de arte -los tres-, pero en las mencionadas circunstancias bovinas les resultaba difícil expresarlo. Había un toricantano que venía con ganas de mostrar su torería ante la cátedra, alzarse triunfador, abrir la puerta grande pero a las limitaciones expuestas se unían las suyas propias.

Pero...

Todo peros, en efecto, reveladores de fallos e imperfecciones, vaciedades y frustraciones. Y para ese viaje no se va uno el domingo a perder la tarde en la plaza de toros de Las Ventas.

'...Y esto es la primera plaza del mundo', ironizaba a voces un destacado miembro de la afición conspicua. '¡Vaya capote horroroso!', delataba un colega para poner en ridículo a un peón que presentaba el suyo, enorme y tieso cual si le hubiese montado una estructura interna a base de varillas. 'Por favor, acaben pronto', solicitó otro cuando ya se llevaban cerca de dos horas y media de pasión y Juan Bautista pugnaba por dar los naturales al último de los modorros especímenes. 'Que esta ganadería no vuelva', exigió, más que pidió uno que debía estar harto de las invalideces y los descastamientos de los productos del hierro Arauz de Robles, propiciadores de aquella insostenible situación.

La gente -aficionados, público en general, militares sin graduación; faltaba la rubia del 4, a la que se echó de menos- amenizó un poco con su ingenio y con su paciencia la tórrida tarde. Se trataba de gente normal, lo que ya es mucho en los tiempos que corren. Y, por supuesto, no se parecía en nada a quienes acudieron en mayoría el día anterior y convirtieron la mal llamada (y peor sustanciada) corrida de rejones en una gamberrada.

De esto hablaban los de arriba mientras los de abajo perpetraban el no toreo, los toros porque se comportaban como antitoros, los toreros porque el antitoro sólo posibilita la antítesis del arte de torear (filosofía pura, según se puede comprobar). Y existía consenso al concluir que quienes vitoreaban a uno porque le pegaba la paliza a un toro despanzurrado desde el privilegio de indemnidad que le prestaba ir montado en brioso alazán y armado de rejón, y armaron un escándalo casi sin precedentes porque el presidente no concedió la oreja, no van nunca a los toros. Se les notaba, principalmente por la cara de pardillos.

Tranquilo, protestando o aplaudiendo o guardando silencio según demandara la lidia, presenció la interminable corrida un público normal. Y tuvo poco que aplaudir a David Luguillano, muy exagerado en las formas y no tan artista como otras veces. Más a Juan Bautista que posee técnica y gusto para interpretar las suertes, sólo que no le salieron toros aptos. Y más aún al toricantano Alberto Ramírez, que destapó detalles toreros; bien ejecutados muletazos de adorno y de recurso en el transcurso de sendas faenas voluntariosas, con mayor ligazón la primera que la segunda.

Toreros había; pero... Y el pero era, efectivamente, justo la dichosa conjunción adversativa, permanente en la tarde sofocante, desmesurada y plúmbea.

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