Guiones dóciles
Hace al menos una década, el entonces presidente de Francia François Mitterrand se permitió decir una boutade que el tiempo ha convertido en realidad indiscutible. Así definió Mitterrand lo que era un europeo: 'Alguien sentado ante un televisor japonés que mira un programa norteamericano'. El tiempo ha acabado convirtiendo esa cínica sentencia de la esfinge -mote con el que entonces se referían los franceses a su presidente- en la materialización misma de la felicidad sin límite que ofrece la famosa globalización.
¿Quién no sueña en pasar el rato contemplando una buena película o documental o serie -que, invariablemente, es norteamericana- en un magnífico aparato -que, inevitablemente, es japonés? ¿No representa hoy esta posibilidad una asequible e inmediata promesa de felicidad para una mayoría de personas de cualquier sitio? ¿No es éste el gran glamour vital individualizado que ofrece el proyecto globalizador de la economía y de las conciencias?
Las últimas cifras, dadas a conocer esta semana por la Sociedad General de Autores y Editores, indican que el 81,4% de espectadores de cine españoles ha acudido, en el año 2000, a ver películas norteamericanas; es la cifra más alta nunca alcanzada. Los que prefirieron ver películas españolas o europeas no llegan al 10% y al 7,4%; porcentajes que tienden a disminuir. Según la Sociedad General de Autores y Editores, el 80% de los europeos como promedio en la última década, ha preferido pagar para ver cine de Estados Unidos. Los españoles, por lo visto, somos algo menos europeos y nuestro promedio de tributo al cine norteamericano -¿o debería llamarlo cine global?- es de un prometedor 78% en la última década. Es decir, que vamos a más. Todo se andará.
En un reciente libro no publicado en España (Movie wars), uno de los más prestigiosos críticos de cine norteamericanos, Jonathan Rosenbaum, disecciona esta máquina de hacer dinero -y lavados de cerebro- que es el cine de Hollywood, al que define como: 'organización económica e ideológica de naturaleza totalitaria', por la 'desertificación artística' que organiza, el 'desprecio a la cultura' que propaga y la política de impedir que la mayoría de la población del mundo acceda a obras y puntos de vista diferentes.
Rosenbaum no se priva de calificar de 'paranoia conspirativa' esta política de las majors (así llaman a las grandes productoras norteamericanas). Rosenbaum es tan sólo el último -estadounidense- en clamar en el desierto. El lector español puede documentarse sobre el particular en el excepcional libro de Tom Engelhardt El fin de la cultura de la victoria (Paidós), publicado en 1997.
En la lejana fecha de 1990, durante un viaje a Los Ángeles, yo misma pude comprobar, en unos interesantes contactos con los sindicatos de guionistas norteamericanos, cómo la industria del cine prescindía progresivamente de guionistas con ideas distintas para utilizar, preferentemente, a guionistas dóciles que materializaran la ortodoxia de las majors. Misión cumplida: hoy, el entretenimiento es la ideología prioritaria de la globalización. Lo cual, bien mirado, no es ninguna novedad: el siglo XX nos ha preparado concienzudamente para asumir con la máxima naturalidad esa monstruosidad según la cual la felicidad está en la realidad virtual y no en la realidad real. Las dos madres españolas que en estas últimas semanas han tirado a sus bebés por el balcón quizá, aunque nadie lo ha dicho, lo hicieron movidas por el desengaño de que la vida real no se parece en nada a jugar con muñecos. Quién sabe.
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