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Columna
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Cosas de alcaldes

Se equivoca quien piense que voy a hablar del alcalde de Madrid, ínclito y peripatético ejemplo de nuestra más ubérrima y castiza raza (qué quieres que te diga...). No. Voy a hablar de algunos de mis viajes, de ciertos paseos míos por algunas ciudades. Con alcalde también, claro.

Para empezar, me atrevo a declarar que no me gusta Nueva York, la ciudad de las ciudades. No tengo argumentos, simplemente es así. Durante años constituyó para mí una expectativa mítica, una ilusión viajera que se recortaba en mi fantasía con esa capacidad de seducción de los iconos. Una capacidad muy meritoria, ciertamente, pues a fin de cuentas quedaba reducida a la incesante reproducción mental de un paisaje casi publicitario, imponentes edificios que se alzaban en las imágenes de muy buenos fotógrafos (seducidos) o en las películas de Woody Allen (seducido de pro).

Era lógica mi nostalgia cosmopolita; en Madrid, los que salían de la adolescencia en los años ochenta, aparte de diseñar lo que fuera, que era la actividad por excelencia, tenían que desear ir a Nueva York, destino inapelable e identificador por exclusión, si es que nunca habías ido (mi amigo Ricardo -diseñador, por cierto-, con el humor más cáustico y bondadoso que conozco, solía contestar a la inevitable pregunta de cuántas veces había estado en Nueva York: 'Yo, una o ninguna, creo').

Por mi parte, ni diseñaba ni quería diseñar, y puede que ni siquiera deseara ir a Nueva York porque fui mucho después. Cuando llegó Giuliani.

El alcalde Giuliani, ex fiscal antimafia, había basado sus campañas electorales en la promesa de limpiar la ciudad; se refería, básicamente, a limpiarla de gente que a él no le gustaba.

Sobrecogida por su espectacularidad arquitectónica, y quizá por algo más, cuando fui a Nueva York pude también comprobar que apenas quedaban en las calles sus característicos homeless. Y nadie sabía qué había sido de ellos; 'Giuliani', decían, 'se los ha llevado Giuliani'. Pero, ¿adónde?

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Después hemos sabido de su carácter policial y de su grosería sin límites, y, ahora, se nos ha hecho saber que es sexualmente inofensivo porque le han operado de próstata y le han tenido que castrar. Lo sabemos porque lo cuentan los abogados que le llevan el divorcio y porque lo han documentado con informes médicos para que quedara clara la pureza de su noviazgo con una joven que se llama Judi. También han contado que la esposa le obligaba a dormir en un cuartucho debajo de la escalera y a limpiar los vómitos de la quimioterapia.

A mí todo esto me da exactamente igual, lo cuento para que veamos cómo están las cosas en las alcaldías y no nos hagamos de cruces con la nuestra. ¡Qué diferencia, por Dios!

A nuestro alcalde se le ha ido un poco la mano con las arcas públicas por generoso, por enamorado y por parientazo, que le encanta mimar a su familia y a la costurera de su mujer. No digo más porque, insisto, se equivoca quien piense que quería hablar de él.

Quería hablar de las cosas de los alcaldes, que es otra cosa. Del de Lisboa, que es a lo que iba. Ahí permanece esa ciudad minúscula, fronteriza con el horizonte, cuna y cama de ilustres heterónimos, una ciudad que parece una maqueta de almoneda.

A Lisboa sólo se puede llegar: ¿adónde ir desde allí?; más allá de la plaza del Comercio, el mar. Desde Lisboa, a Lisboa, sólo se puede volver. Los madrileños siempre volvemos a Lisboa, tan silenciosa, tan cercana. Tan diferente. Su alcalde, el socialista Joâo Soares, presentó el otro día la Guía gay y lésbica 2001.

Toma ya. 'El proyecto busca la reafirmación de Lisboa como una ciudad de libertad, tolerante y sin ningún tipo de prejuicio', explicó Soares.

Después, al parecer, fue informado de los usos del gel lubrificante a base de agua, que previene el sida porque no destruye los preservativos, como los fabricados con grasas. Soares no lo conocía, pero, muy lejos de una ignorante repugnancia, se disculpó por no estar 'cualificado' en la materia. Eso sí que es un alcalde.

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